2º Premio. XXIII Concurso Relato Ochavada (Archidona)
Siempre que termino un juicio practico un ritual.
En realidad no sé muy bien a qué obedece y tampoco conozco las razones que me impulsan a hacerlo. No es nada del otro mundo, un hábito simple, empero, lo tengo tan interiorizado y me produce tanto bienestar, que para mí es como el postre de una exquisita comida, una singular guinda. Al salir del juzgado apago el móvil, enciendo un cigarro y paseo hasta la plaza de la Constitución. Son mil cuatrocientos cincuenta y tres pasos, los recorro con lentitud premeditada, observando en derredor, fisgoneando con la mirada los balcones y ventanas abiertas, aguzando el oído y empapándome del ambiente más castizo del barrio. En el centro de la plaza se alza majestuoso un centenario Algarrobo.
Tiene unos siete metros de altura y está encorvado hacia un lado. Junto a él hay cuatro bancos de madera pintados de gris marengo, rodeándolo, como si lo estuviesen escoltando y al mismo tiempo protegiendo. Me encamino hacia uno de ellos y me siento al cobijo del sol, bajo sus verdes y alargadas hojas perennes. Desde allí observo al tendero del ultramarinos colocando las cajas de frutas y hortalizas; Jaime ataviado con un mandil negro pule las sillas de la terraza de verano de la “Posada Ibérica” y Juana pregona los números del sorteo de la lotería nacional junto a su kiosco de la “Suerte”. Enciendo un nuevo pitillo e inspiro una profunda calada mientras admiro el ecosistema urbano que se manifiesta a mi presencia, esa extraña e interesante mezcolanza de personas y oficios repartidos en los cuatro soportales que circunvalan este singular foro romano.
Y una parte importante de ese característico hábitat son mi clienta y sus dos amigos, a los que yo denomino: Quevedo y Bisbal. Quevedo es un tipo de mediana estatura, melena corta y rostro marcado de heridas. Lleva unas gafas redondas colgando del puente de la nariz, unos quevedos, de ahí el apodo. Ignoro si además de los anteojos guarda alguna otra semejanza con el ilustre escritor del Siglo de Oro, aunque presiento que no, pues solo oír su grosero vocabulario disipa cualquier vacilación en la que uno pueda incurrir. Bisbal arrastra una cojera muy pronunciada, la cara alargada y el cabello trigueño. Siempre anda canturreando. Y no lo hace mal, la verdad. Marca el compás y modula los tonos sin prácticamente desafinar ni una sola nota. Estoy seguro de que en su “otra vida” recibió algunas clases de canto o solfeo. Aquella mañana, los tres, Quevedo, Bisbal y mi clienta, equipados con unos rudimentarios artefactos de alambres retorcidos cazaban monedas introduciendo el artilugio por las rendijas de las alcantarillas. Fue Quevedo el que me descubrió sentado en el banco. Se dirigió a mi clienta y le dijo algo al oído mientras me señalaba. De repente ella depositó el alambre en el suelo y presurosa enfiló los pasos hacía mi posición. Tenía el pelo rubio quemado, los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. La dentadura mellada y dispareja. Una enorme cicatriz le atravesaba la mejilla derecha, desde el ojo a la barbilla. Estaba muy delgada, casi famélica y vestía con harapos viejos y sucios. El síndrome de abstinencia le producía temblores en las piernas y apenas podía caminar recto. Se movía nerviosa e impaciente, sin poder estarse quieta. Me pidió cincuenta euros. Negué con un enérgico movimiento de cabeza. Insistió bajo promesa de que me los devolvería en un día, dos a lo sumo. Seguí negándome. Me suplicó entonces de rodillas. Contesté que no, en esta ocasión verbalizándolo. Me dijo entonces que si no podía prestarle cincuenta con veinte era suficiente. Intenté ayudarla de alguna forma y le sugerí que podría dejarle abonados unos menús en el restaurante de Jaime, a ella y a sus amigos, pero que dinero, no. Me rogaba una y otra vez: «Por favor, por favor», imploraba entre lágrimas. Comenzó a babear y se limpió de una pasada con la sucia manga del brazo. Me mantuve en mis treces. «Por favor, por favor», seguía diciendo y colocó sus huesudas manos sobre la parte alta de mi muslo, cerca de mi ingle, en lo que parecía ser una insinuación sexual. Retiré su mano con brusquedad y la miré con desprecio. Ella se levantó ofendida, resignada: «Gracias por tu ayuda, abogado». Y se dio la vuelta. La vi caminar varios metros bamboleándose inestable, tratando de mantener el equilibrio. Y entonces sentí lástima, mucha tristeza y pensé que podría ser yo el que estuviese en esa situación de dependencia, el que necesitase para serenarme un chute diario de dopamina. «Espera Daniela», exclamé. Saqué un billete de cincuenta euros de la cartera y se lo entregué. Apenas tomó el billete de mis manos salió a la carrera al encuentro de sus amigos. Vi como le entregaba el dinero a Quevedo, este lo cogió y lo guardó en su bolsillo. Luego los tres dejaron los alambres junto a unos setos y cogidos de la cintura, abandonaron raudos la plaza por la esquina sur, como si fuesen Dorothy, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata, siguiendo el camino de baldosas amarillas hasta la Ciudad Escarlata de los Fumaderos.
Designado por la comisión provincial del turno de oficio el primer juicio que tramité en representación de Daniela ocurrió hace once años, se incoaron diligencias de investigación por la presunta comisión de un delito contra el patrimonio. Se le acusaba junto a dos individuos no identificados, de robar varios contenedores de basura e intentar venderlo en unos desguaces de chatarrería. No se consiguió probar el ánimo de lucro, ni que mi clienta fuese la autora del hurto, pues los responsables del negocio de chatarrería no recordaban a ninguna mujer, solo a un hombre con unas gafas muy raras y a un cojo. En consecuencia el caso contra Daniela fue sobreseído en fase judicial de diligencias previas. A partir de ahí Daniela siempre portaba mi tarjeta de visita en un bolsillo de su pantalón y cuando se metía en problemas la exhibía orgullosa, diciendo este es mi abogado, como si fuese una identificación de inmunidad jurisdiccional.
Dos noches después del incidente de la plaza la encontré en el parque que hay cerca de mi casa, tirada en la arena, a los pies del tobogán de acero. ¿Por qué ese tobogán aún permanecía allí instalado? Era un misterio para todo el vecindario, pues se habían recogido infinidad de firmas para solicitar su retirada, junto con el resto de las instalaciones del parque: columpio, balancines…, todos de hierro, todos antiquísimos, ninguno de los cuales cumplía una sola norma de las actuales legislaciones sobre medidas de seguridad en parques infantiles. Todas las firmas y quejas caían en saco roto, lo que aún irritaba más a los vecinos. Era una noche de verano muy brumosa y aunque aún no era muy tarde Daniela temblaba de frío. Acurrucada, hecha en un ovillo, intentaba entrar en calor cubriéndose con unos cartones húmedos. Tenía sangre en el labio, el pelo alborotado y la mirada obnubilada. No es la primera vez que la veía así. Durante estos once años la había visto entrar y salir de los infiernos más de lo que hubiese deseado. La contemplé en el suelo, indefensa y vulnerable, enferma y delicada, más muerta que viva. Se me agarró al estómago una sensación horrible de opresión y decidí entonces, una vez más, ayudarla. Oteé el perímetro, no había señales de Quevedo y Bisbal. La ayudé entonces a incorporarse, pienso que ni siquiera se percató de que era yo. Creo que para entonces estaba tan acostumbrada a ser recogida por los servicios sociales, voluntarios de ONG o policías locales, que su cuerpo respondía de forma independiente y autómata cuando era rescatado durante la noche. La llevé a mi piso. Vivía solo en una quinta planta, orientación sur, con vistas al parque del tobogán y a la sierra. En realidad era la casa de mis padres, de hecho aún figuraba inscrita en el Registro de la Propiedad a sus nombres. Mis padres fallecieron en un accidente de circulación una noche cerrada de invierno, de luna baja, cuando el conductor de una furgoneta, completamente ebrio, decidió emular a Carlos Sainz en el Rally de Montecarlo y tomar las curvas derrapando con el freno de mano. Se empotró contra el lateral del turismo y aplastó a mis dos seres más queridos contra una pared. Ambos murieron en el acto. Solo de pensar en tramitar las escrituras de herencia los dantescos recuerdos de la fatalidad de aquella noche afloran en mi mente torturando mi ánimo y desasosegando mi espíritu: las imágenes del coche despedazado, los cuerpos aprisionados en el esqueleto de hierro y chapa, el rostro desconcertado del conductor…, son alusiones muy dolorosas, me afligen, me entristecen sobre manera. Así que pagué los correspondientes impuestos de sucesiones y dejé la herencia yacente, aguardando el momento oportuno para aceptarla. No puedo, ni quiero afrontar ese trámite sólo. No soy lo suficientemente fuerte. Dejé entrar a mi clienta en la casa de mis padres. Aun en un estado de completa turbación Daniela miraba en derredor: las paredes, los muebles, las lámparas… Evitaba tocar nada, como si tuviese el temor de que pudiera transmitir un contagio. La acompañé al cuarto de baño y la senté en un taburete. Abrí el grifo de la bañera y gradué la temperatura del agua. Mientras se llenaba la bañera la ayudé a desvestirse. Ella se dejaba hacer, sin protestar, como una muñeca de trapo en manos de un niño pequeño. Desnuda, libre de los harapos mugrientos y jironados, se le veía el cuerpo muy enjuto, los huesos le descollaban en la carne como si dibujasen los contornos de un esqueleto de anatomía forense sobre la piel. Tenía el rastro de pequeñas heridas y cicatrices por todo su cuerpo. Me fijé con disimulo en sus antebrazos repletos de pinchazos de agujas. Se sumergió en el agua templada. Una casi imperceptible sonrisa asomó en la comisura de los labios. Cogí una esponja nueva, sin estrenar, de las que regalan en los hoteles y colmaban mi neceser de viaje, y con jabón se la apliqué en la espalda, en el pecho y en las piernas. Con delicadeza, muy despacio. No quería asustarla, ni incomodarla. Ella tenía le mirada perdida en los azulejos con motivos de flores que alicatan mi cuarto de baño. Le lavé el cabello con mi champú y le restregué un buen chorro de suavizante, aunque fue imposible deshacer las numerosas bolas nudosas que invadían su cabeza. Al salir de la bañera con el pelo mojado y libre de suciedad, parecía todavía más frágil y quebradiza. Contemplé su rostro, aun extremadamente delgado y con heridas, poseía unas facciones muy bellas y delicadas. Sus ojos eran verde oscuro, pero muy apagados, sin brillo, la nariz chata y los labios finos. Le pasé la yema del dedo por la cicatriz que prácticamente le tajaba media cara, desde el pómulo hasta la barbilla, ella soltó unas lágrimas y a mi se me cogió un nudo en la garganta, retiré mi dedo de inmediato. Le sequé con celo frotándole con suavidad una mullida toalla, luego le enchufé el secador, al recibir el caño de aire caliente, cerró los ojos y por segunda vez esa noche le afloró en los labios una insinuación de sonrisa. Le rocié un poco de agua de colonia en el cuello y la vestí con un pijama de mi madre. Luego la acompañé al sofá y la arropé con una manta. Cerró los ojos. Treinta segundos después, dormía.
Al día siguiente desperté temprano pero cuando entré al salón Daniela ya no estaba allí. La manta estaba doblada en el sofá y sobre ella dejó una nota escrita. La tomé y la leí, en una caligrafía muy menuda que ya conocía de antes, rezaba: “Gracias por todo. Lo siento mucho. Te lo devolveré”. Miré enseguida al segundo cajón del antiguo aparador de la familia, donde junto a la mantelería de navidad, guardaba siempre unos billetes para las compras de comida de la semana. Estaba entreabierto. Suspiré hondo, me dejé caer a plomo en el sofá y me llevé las manos a la cara, tapándola, completamente resignado, vencido y sometido una vez más. Miré los portarretratos del aparador y en uno de ellos vi el rostro de mis padres, él en bañador y mi madre tapada con un pareo amarillo, abrazados y riendo, felices. Aquella foto la tomé yo en una cala de Mallorca durante unas vacaciones estivales. La recuerdo como si estuviese reviviendo en una máquina del tiempo ese momento. Yo tenía solo once años y emocionado cogí la cámara de carrete de mis padres para sacarles una foto en la orilla. Ellos sentados en el rebalaje chapoteaban como dos adolescentes en su primera cita y me animaban a conseguir la mejor instantánea. Y yo era incapaz de enfocar porque una mocosa de ocho años saltaba enloquecida delante del objetivo de la cámara gritando como una posesa: “Déjame a mí, déjame a mi, déjame a mi…”. Y entonces, mi padre le regañó con voz grave: “Estate quieta ya, Daniela”. Y la niña se sentó en la arena enfurruñada con los bracitos en cruz, la mirada entornada y las aletas de la nariz abiertas, y a mi me hizo tanta gracia la pose de enfado que adoptó que después de fotografiar a mis padres, pulsé el disparador y le hice una foto a ella. Eso le enfadó muchísimo y empezó a llorar a lágrima viva. Mis padres la consolaban y le restaban importancia, y yo, con mis once años, reía a pleno pulmón. Al lado de la foto de mis padres, en otro portarretrato metálico, estaba la foto de esa niña enfadada. La admiré ensimismado, como llevaba contemplándola toda mi vida, y de mis ojos brotaron una vez más lágrimas de tristeza, de impotencia. Ese día no quise controlarme, ni quejarme, y dejé que la pesadumbre me invadiera por completo, quería purgarme, tocar fondo, secarme del todo. No quería dejarme ningún poso. Quería estar preparado y dispuesto para una nueva oportunidad. Esa vez no, esa vez no me juré que sería la última vez como hacía otras veces, porque en lo más hondo de mis sentimientos no quería fuese la última vez, anhelaba un nuevo momento de intimidad, aflorar recuerdos de nuestra infancia, entregarle mi amor fraternal, rescatarla del oscuro pozo en el que estaba sumida. Y entonces lo vi. Un cambio, muy pequeño, algo inusual. Un simple gesto que hinchó mi corazón de esperanza. De que sí era posible. Junto al portarretrato de mis padres y el de la niña había otro, vacío, sin foto. Yo sabía perfectamente que foto cobijaba ese cuadrado vano, la tenía escaneada y como fondo de pantalla de mi ordenador. Era nuestra foto preferida. En ella mi hermana Daniela y yo, nos abrazábamos con fuerza. Mis padres la tomaron después del accidente de Daniela. Con nueve años se subió de pie en el tobogán, un niño jugando le empujó y con tan mala fortuna se cayó impactando con la cara en una ranura mal soldada. Se hizo una raja que le atravesó toda la mejilla. Fue muy doloroso y durante un tiempo estuvo muy traumatizada, negándose incluso a retratarse. Mis padres la convencieron descubriéndole que podía posar de perfil y ocultar a la cámara de fotografía su cicatriz. Aquel mismo día nos hicieron la foto. Nuestros rostros pegados, sonriendo, felices, yo por tener a mi hermanita en mis brazos, ella porque con mi rostro le tapaba la parte derecha de su cara, la fea cicatriz. Detrás, escribimos con nuestra letra de niño, una frase: “Los mejores hermanos. Unidos para siempre”. Daniela se había llevado nuestra foto, uno de nuestros vínculos más sagrados. Mi hermana me estaba transmitiendo una señal, lanzada con globos sondas, “te sigo queriendo y me llevo nuestro retrato para poder recordarte, para no olvidarte”. Y yo, tenía tantas cosas guardadas para compartir con ella, tanto que contarle, tantos abrazos que darle, que volví a llorar, pero en esta ocasión de ilusión. Decidí en ese momento ir a buscarla, pero antes, ajustaría de una vez por todas cuentas con el pasado. Bajé a mi trastero y me pertreché de herramientas: una radial, un serrucho, unos alicantes y las gafas de soldador. Salí a la calle, me dirigí hacia el parque y colocándome a los pies del tobogán comencé a despedazarlo, pieza a pieza. El ruido de la sierra alertó a todos mis vecinos. Todos salieron al balcón. Todos me miraban emocionados.
Antonio me encanta tu sensibilidad escribiendo!!!!!!!👏👏👏👏👏👏😘 Tu profe!!!!!!
ResponderEliminarMuchisimas gracias por tu comentario! Me alegra que te haya gustado!
EliminarMegusta
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarMe encanta todo lo que escribes. Felicidades
ResponderEliminarMuchisimas gracias
Eliminar👏👏
ResponderEliminarMuchas gracias
Eliminarque grande, AMMA
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