1º Premio XXXIII Certamen Literario Vigía de la Costa (2019)
7.- Séptima planta. 2019
Manuel aplasta el cigarrillo contra el cenicero. Cuenta cinco colillas en la última hora y piensa que no está mal para alguien que lleva diecisiete años sin fumar. Bebe un sorbo de brandy. Tuerce los labios en una mueca de disgusto. Nunca le gustó el alcohol, sin embargo, ahora lo necesita, el calor que desprende cuando desciende en su interior hasta el estómago le serena. Desvía la mirada hacia la carta desplegada que descansa en la mesa. Está escrita en un papel ahuesado, con una caligrafía menuda y recta. Se nota manoseada, leída y releída decenas de veces. El matasellos estampado en el sobre abierto que está a su lado, certifica que la carta llegó hace un mes. Se levanta y espía por el ventanuco que da al rellano del edificio, desde allí, controla la puerta del ascensor. Recuerda la primera vez que se asomó, casi cincuenta años antes, cuando su padre entró a trabajar como portero de la comunidad y el edificio brillaba como una moneda de plata sin circular.
Todo era nuevo, el suelo, las paredes, las lámparas, los buzones, las puertas, todo relucía, todo resplandecía. La luz roja del ascensor se ha encendido. Alguien baja, es ella. Lo sabe, siempre lo ha sabido, es algo más que una intuición. Desde hace una hora que la vio llegar aguarda el momento. Se retira y espera de pie en medio de la cocina intentando controlar un ligero temblor que se adueña de las piernas. La puerta del ascensor se abre, escucha unos pasos que avanzan. Se detienen, parecen retroceder. Manuel, junta las manos en un rezo silencioso, en una plegaria. Los pasos vuelven a sonar, esta vez con más brío. Ahora son seguros. Se dirigen hacia él. Llegan. Ring. Suena el timbre de la casa. Manuel se dirige hacia la puerta y la abre de par en par. Frente a él, está Susana.
—¿Puedo pasar? —susurra, casi en tono de súplica.
—Solo si entras para quedarte conmigo.
Susana posa su mano en el brazo de Manuel y lo desliza con suavidad, acariciándolo. Desprende calidez. Unas lágrimas se deslizan por sus mejillas. Entra. Manuel cierra la puerta. En su rostro asoma una sonrisa. Sus ojos brillan.
6.- Sexta planta. 2011
El ascensor se detiene en la séptima planta. Manuel afloja el lazo Windsor de la corbata anudada al cuello de la camisa. No está acostumbrado a vestir trajes de dos piezas, pero en ningún momento sopesó ataviarse con otra vestimenta, nunca se lo hubiese perdonado. Rememora las palabras de su padre: «Los hombres deben ir trajeados a los funerales». Acaricia la madera de pino del ataúd, colocado de pie sobre un caballete de hierro y abre de par en par la puerta del ascensor. Muestra a su padre, por última vez, el rellano de la séptima planta. El suelo pulido, las plantas de las macetas regadas y podadas y la ventana que da acceso a la terraza debidamente cerrada. «¿Todo en orden, papá?», pregunta Manuel en voz alta. Evoca el rostro de su padre, este exhibe una sonrisa de satisfacción y una mirada de orgullo. Manuel es incapaz de retener las lágrimas y se derrumba sobre el suelo del elevador. Instantes después, recompuesto, cierra la puerta y desciende una planta. Repite el ritual. Los vecinos y familiares aguardan respetuosos en la calle, todo el mundo sabía el último deseo de don Manuel, no era un secreto, se lo dijo a todos los propietarios: «Antes de irme quiero hacer junto a mi hijo la última revisión del edificio». Entre los numerosos amigos que esperan en la calle, está Susana. Ha venido expresamente desde Madrid para asistir al entierro. Al verse, ambos se fundieron en un abrazo sentido, mientras dejaban escapar a través de sus lágrimas todo el dolor acumulado, aquel que solo puede manifestarse entre dos personas unidas por un vínculo sentimental y eterno. Ahora, sin embargo, Manuel tuerce el gesto al recordar las últimas palabras que han intercambiado, minutos antes de entrar en el ascensor. La maldita conversación. Las mismas palabras que emergen desde que ocurrió el suceso, aquel día, fatídico para unos, halagüeño para él. El mismo ruego, casi suplicante, susurrado con tonos suaves: «Quédate conmigo». Siempre la misma respuesta, temerosa y evasiva, acompañada de lágrimas de impotencia: «No puedo, debo pensar en mis hijos». Y luego, esa reacción de tipo duro, impasible, soltada con falsa indiferencia: «No estaré siempre». Merecía un reproche defensivo acompañado de un castigo, de un dardo envenenado: "No te lo pido. Nunca te lo he pedido".
5.- Quinta planta. 2005
Manuel se despide de Federico, el tendero del ultramarinos de enfrente del edificio con un rápido movimiento de la mano. Hoy es lunes, pero no puede detenerse a chismorrear sobre el último torneo de pesca con caña celebrado en la playa de La Viborilla. Estamos en Agosto, y el edificio, normalmente medio vacío, aparece atiborrado de extranjeros exigentes y madrileños estresados. ¡Cómo si la playa se fuese a ir corriendo! Anoche, a través del ventanuco de la portería divisó el perfil de Susana. Iba como siempre acompañada de su marido. Sus hijos, aún no habían llegado, seguro que lo harían en los próximos días. ¡Qué guapa lucía!
Manuel entra en el portal pero un fuerte olor a rancio lo detiene en seco. Olfatea el aire y mueve la cabeza en expresión de desagrado. Esa misma mañana limpió a fondo con detergente y el aroma a pino de lavanda envolvía todo el rellano. Se acerca a la portería y busca las llaves en el fondo de su bolsillo. De reojo vislumbra un brillo rojo en la superficie del mármol rosáceo. Deja las bolsas en el suelo y se acerca, constata que es una capa de líquido que emerge del ascensor. Pulsa el botón y abre la puerta exterior. Un cadáver yace en posición decúbito supino, mirando al interior. Alrededor un charco de sangre cubre toda la superficie de la cabina. La escena parece tétricamente ridícula y no sabe porqué le viene a la memoria la última novela que ha leído de Agatha Christie: "Sangre en la piscina". Toma su teléfono móvil y llama al O91.
Veinte minutos después numerosos policías y agentes de la científica equipados con trajes ignífugos pululan por los pasillos y rellanos comunitarios. Unas cintas amarillas, dibujan un perímetro alrededor del ascensor acordonando prácticamente todo el portal, solo han dejado un pequeño sendero que nace en la puerta y llega hasta los escalones. Los vecinos curiosos asoman por el hueco de las escaleras y por las ventanas del ojo patio. La actividad bulle por todos los lados. Las distintas hipótesis corren de boca en boca, como si fuesen recomendaciones de una película. Todo el mundo se pregunta qué ha pasado, algunos vecinos incluso toman fotos cómo si de una atracción turística se tratase. Reina el caos. Un veterano inspector de policía, ataviado con traje y guantes de plástico gira el cuerpo del cadáver. Un abrecartas con la empuñadura bañada de un azul metálico y motivos de flores, atraviesa la garganta del muerto. Manuel acata las instrucciones y se acerca con lentitud hacia el cuerpo inerte. Ve el abrecartas y el rostro del cadáver, siente un escalofrío, el vello de su piel se eriza.
—Es el marido de una vecina del edificio. Se llama Susana Martín. Vive en el Sexto E —dice contestando a la pregunta del inspector.
4.- Cuarta planta. 1999.
Manuel ayuda a su padre a fregar el suelo del rellano de la comunidad. El ascensor aterriza en la planta baja y se abre la puerta. Sale un hombre de mediana estatura, delgado, de cabello negro. Luce un bigotito perfectamente recortado. Sonríe, saluda, ofrece un buenos días seco, rodeado de falsa cortesía, e inmediatamente comienza a reprender al portero por una y mil cosas. Manuel y su padre ya están acostumbrados a los exigentes propietarios y han adoptado la táctica de escuchar sin rechistar, por más tonterías que digan. Detrás de él, está Susana. Lleva el rostro cabizbajo, la mirada agachada, huidiza, oculta tras unas ridículas gafas de sol de pasta rosa de las que regalan con las revistas del corazón. Manuel descubre que en su dedo índice exhibe una alianza de oro blanco. Siente el corazón partirse en mil pedazos. Susana presiente su intensa mirada y su ánimo, enfadado y lastimado. Teme que Andrés, su marido, se percate de su angustia e intenta huir, pero él sigue impartiendo órdenes, ajeno a la desazón que inunda el ánimo de Susana. No es conveniente adelantarlo, está turbada, se percata de que Manuel aprieta con fuerza el palo de la fregona, como si lo estuviese estrangulando, sabe que está herido, traicionado, y de repente, como una luz, encuentra una escapatoria.
—He olvidado el monedero. Subo —Andrés asiente con la cabeza.
—Subo con usted, señorita. Voy a la terraza —Reacciona Manuel cerrando la puerta tras de sí.
El ascensor arranca en su tránsito ascendente. Manuel se encara desafiante. Susana lo mira, pero es incapaz da aguantar su mirada y se derrumba. No puede contener las lágrimas, se quita las gafas. Un moratón rodea su ojo derecho, apenas puede entreabrirlo. Manuel se desarma al ver el rostro tan magullado.
—¿Qué te ha hecho ese animal? —pregunta mientras la rodea con sus brazos.
Susana siente el calor de su abrazo. Es cálido, es seguro. Apoya el rostro sobre su hombro y se desahoga llorando. ¡Cuánto tiempo ha reprimido esas lágrimas! El ascensor se ha parado en la sexta planta pero ninguno de los dos se mueve. No quieren interrumpir ese momento, si pudiesen, congelarían el tiempo. Comienzan a descender, alguien en algún piso ha llamado el elevador. Susana le toma de los brazos.
—¿Prométeme que no harás nada?
—Debes denunciarlo.
—¿Prométemelo?
—Lo prometo.
3.- Tercera planta. 1995.
Manuel salpimienta por última vez el arroz que cuece en la paellera y apaga el fuego. Ha salido delicioso, ligeramente caldoso y con un toque de aroma a clavos, como a Susana le gusta. Bebe un sorbo de gazpacho, lo paladea y asiente con la cabeza. Fresco y sin grumos, perfecto. Un pan casero cortado sobre la mesa en finas rodajas y un platillo de aceitunas partidas y aliñadas complementan la composición. Todo está preparado, no ha dejado ningún cabo suelto. Lo más difícil fue conseguir sacar a su padre de la portería, era inconcebible para D. Manuel abandonar su puesto de trabajo en pleno julio. Tuvo que conchabarse con una tía, que inventó una excusa médica justo a la hora pactada con su sobrino.
Manuel oye la puerta del portal y se asoma a la mirilla. Es Susana, arrastra consigo dos maletas y un cesto de playa. Lleva puesto un vestido blanco de lino, holgado con volantes, sandalias rojas y collar trenzado. El pelo recogido en una coleta y la frente sudorosa. Llama al ascensor. Manuel no puede creerse que suba sin saludarlo, sin anunciar su llegada, sin ni siquiera saludarlo. La cabina del ascensor se posa sobre el suelo cuando Manuel impaciente sale de la portería. Intercambian saludos educados, extrañamente fríos: «Hola Susana», «Hola Manuel», «Me alegro de verte», «Yo también», «Estás muy guapa», «Gracias, tú también lo estas». Susana sube al ascensor y dice: «Bueno, pues ya nos vamos viendo». Manuel salta como un resorte dentro de la cabina: «Será una broma, ¿no?».
Susana se derrumba, abraza a Manuel y comienza a llorar sobre su hombro. Él no sabe lo que pasa, está muy preocupado por su reacción y al mismo tiempo dichoso por tenerla entre sus brazos, recibiendo su calidez, su olor, su tacto. Le acaricia con suavidad el pelo, mientras le susurra palabras comprensivas, intentando transmitirle seguridad. La deja llorar, necesita desahogarse, purgar toda su tristeza, expulsar todo su dolor. Cuando se serena Manuel pulsa el botón de la sexta planta.
—¿Qué te pasa?
—Perdóname, Manuel.
—Pero, ¿qué pasa? ¿Tu madre está bien?
—La he cagado.
—Me estoy preocupando mucho. ¿Qué pasa?
—Estoy embarazada.
Manuel nota un aguijonazo en el estómago. El suelo parece desaparecer bajo sus pies y por un momento siente que ya nada tiene sentido.
2.- Segunda planta. Año 1985
Manuel, por fin, consigue introducir la llave en la cerradura del portal. Mira el reloj, las cinco de la madrugada. Está convencido que en el último combinado le han servido alcohol de garrafa. Se tambalea ligeramente mientras comienza a subir los peldaños que comunican la puerta de la calle con el rellano del portal. Tararea "Stayin alive" de los Bee Gees, sueña con ser Tony Manero. De repente, durante unos segundos la luz de un fósforo que enciende un cigarrillo ilumina el rellano de la comunidad. Manuel se dirige hacia el interruptor situado junto al inicio de las escaleras.
—No lo hagas —una mano detiene la suya posándola encima.
Susana sonríe. Ambos se quedan contemplándose en la penumbra de la noche. Solo una tenue iluminación, proveniente de las farolas públicas, los envuelve. Ambos visten a la moda: Pantalones vaqueros rajados, camiseta blanco roto y peinado punk. Susana tiene los labios pintados de negro, igual que los ojos, estilo gótico. Lleva una cola de caballo, con fijador. Manuel, lleva una camiseta de ACDC, muñequera de pincho y peinado en cresta. Huelen a alcohol. Susana le coge de la mano y lo arrastra hacia el ascensor. Cierra la puerta y pulsa el botón que les lleva al piso séptimo, la terraza del edificio. El ascensor comienza a ascender. Susana le agarra del cuello y lo besa. Primero despacio, tanteándose, conociendo el terreno. Ambos, confirman mentalmente que desean el mismo juego y poco a poco comienzan a deshinibirse. Mueven los labios y la lengua, buscando el mayor contacto posible. Las manos de Manuel se mueven con impaciencia y torpeza. De la espalda al culo, luego al seno y otra vez al trasero. Con rapidez y brusquedad. Solo interrumpe el magreo para pulsar los botones del ascensor. Susana lo calma con una sonrisa picarona. El ascensor, ha subido y bajado ya varias veces.
—¿Quieres hacerlo? —Le pregunta ella.
—¿Qué? —Balbucea.
—¿Que si…?
—Te he oído —contesta él, desabrochándose el botón del pantalón.
Suben otra vez al piso séptimo y atrancan la puerta del ascensor. Se desvisten en menos de treinta segundos y de pie, mientras se besan frotan sus cuerpos desnudos. Es una noche de verano fresca, pero allí en la cabina sudan como si estuviesen tomando una sauna finlandesa. Él se sienta en el suelo, ella a horcajadas lo monta. Se mueven, con impaciencia, con brío, por fin consiguen acompasar sus movimientos, aceleran… y veinte segundos más tarde, están en el rellano de la planta séptima, aún desnudos, fumando el mejor cigarrillo del mundo y dibujando con los labios una tonta sonrisa.
1.- Primera planta. 1975
Manuel no puede imaginar un mejor regalo de décimo cumpleaños que el último trabajo de su padre. Lo han contratado de portero de un nuevo edificio de apartamentos turísticos junto a la playa. Y además, está Susana, su amiga de Madrid. La conoció el primer día que se instalaron en la portería y desde entonces se volvieron inseparables. La familia de Susana fue de las primeras en ocupar las viviendas del edificio, cuando aún no habían llegado los nuevos compradores. El edificio estaba prácticamente vacío y Manuel y Susana jugaban por todos los rincones del inmueble. Inventaron un juego super divertido: “El bota, bota”. Tomaban el ascensor hasta la última planta, desde allí preparaban la salida, lanzaban una pelota por las escaleras al mismo tiempo que ellos se montaban en el ascensor y lo ponían en marcha hasta la planta baja. Comienza la carrera. Nunca conseguían ganar a la pelota, cuando el ascensor se posaba sobre la planta baja y abrían la puerta, la pelota ya estaba allí, todavía botando. Sólo una vez, consiguieron vencerla, y fue tan grande la alegría que sintieron, que se fundieron en un efusivo abrazo, alegre y tierno, inocente, como solo los niños son capaces de entregarlo. ¡Qué tiempo tan feliz! Aquel fue el mejor verano de Manuel. Por nada del mundo quería que finalizase, pero finalizó, como todo en esta vida. Recuerda con nostalgia ese último día que Susana puso el punto final a sus vacaciones de verano, el primer día de septiembre. Manuel pulsa el timbre de la vivienda 6º E. «¿Está Susana?». «Susanaaaaaa, Manuel ha venido a despedirse», dice su madre dejándolos solos. Asoma a través de la puerta Susana y le sonríe. Lleva el cabello recogido en dos coletas y un vestido de tirantes. «Te he traído un regalo. Se lo he robado a mi padre». Manuel le muestra un objeto y lo coloca en su pequeña mano. «¿Qué es?, dice extrañada». «Es para que puedas abrir todas las cartas que te enviaré a partir de hoy. Mi padre lo usa para eso». Susana mira el abrecartas con otra mirada, ahora es de admiración, como si fuese un tesoro. «Es muy bonito. Me encanta estas flores y el color azul», dice señalando el mango.
0.- Planta baja. 1965
El hospital materno bulle de una extraña actividad. La enfermera Rosa, mientras empuja el carro-cama de bebés, se pregunta por qué hay tantos nacimientos en septiembre. Echa cuentas mentalmente y asiente con la cabeza. «Ayyy, las Navidades, qué bonitas son». Ríe su propio chiste. El bebé que traslada en el carro no deja de llorar. Es incansable. Llama al ascensor del hospital y monta en él, comienza a ascender. De repente el bebé se queda eclipsado, en absoluto silencio. El balanceo del ascensor lo serena. Rosa sonríe, mira la ficha del niño y lee su nombre. «¿Te gustan los ascensores, Manuel?», le pregunta mientras le pellizca la mejilla. Manuel sonríe y agita los bracitos.
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