La última noche

 

2º Premio. XIV Certamen de relatos cortos "Villa de Ardales"

RAQUEL entreabre un ojo. A su lado hay una placa de matrícula doblada. Un fragmento afilado del guardabarros le atraviesa por completo la pierna izquierda, a la altura del músculo soleo, de atrás hacia adelante. La dantesca imagen del acero clavado le impresiona más que el dolor físico que la propia herida le genera. Recuerda la furgoneta rodando por el pavimento como una peonza sin control y el súbito impacto que la levanta del suelo y la estampa contra el hormigonado como si fuese una muñeca de trapo arrojada a la basura.  Le rodea un charco de sangre, cristales rotos y trozos de plásticos.


La luz de cruce del faro delantero derecho ilumina su magullado rostro. El tatuaje de una flor de lis grabado en su cuello parece brillar al contacto con la sangre. Cree distinguir a contraluz una mirada vidriosa en el rostro del conductor, pero no es capaz de asegurarlo con certeza. 

Todo parece difuminado, abstracto, es incapaz de distinguir con claridad una forma o perfil. Casi inmediatamente, una estela de luz blanca se abre paso en su mente. Comienza a seguirla, todo parece armonioso tras ella, indoloro, reconfortante. Raquel está dispuesta a seguir ese camino, en paz, donde no parece existir pesar o angustia. Se rinde, no quiere luchar, sabe de antemano que la batalla está perdida. Es consciente de que ya no podrá asistir a la primera comunión de su sobrina y estrenar el sugerente vestido verde lima encorsetado que compró en las rebajas. Tampoco irá de Erasmus a Praga, la mejor época de su vida (según diría ella) y no conocerá a Novak, quién no podrá declararse y proponerle matrimonio bajo las agujas del reloj de la Torre, en la plaza Vieja, aquella nivosa tarde de noviembre. Su jefe no la encontrará sentada frente al escritorio, ni en ninguna otra parte de la oficina, el día que le anunciará el cierre de la empresa por quiebra concursal. Tampoco la encontrará su padre en el hospital, porque el pequeño Miguel ya no nacerá, ni verá a su madre cumplir su mayor deseo: exponer en una galería de arte su colección de cuadros impresionistas. Ya nada de eso pasará. Raquel oye un ruido de sirena, muy lejana, demasiado lejana. Es tarde. 

 

CARLOS siente las lágrimas deslizarse por sus rojas mejillas. Aunque no está seguro si son lágrimas o sangre. Son espesas, eso sí, al menos así las percibe, como un líquido denso y pastoso. El golpe de la cabeza contra el volante y luego el rebote contra el parabrisas lo sume en un estado de turbación.  Recuerda los últimos segundos pero todo se manifiesta confuso.  El socavón del suelo, el giro brusco del volante, las vueltas de campana, el ruido seco golpeando un cuerpo de cincuenta kilos. Las imágenes se entremezclan unas con otras, sin sentido, como fotogramas desordenados de una película. La respiración se le agita conforme recupera el sentido y se manifiesta ante sus ojos la pavorosa escena dramática. Los faros de la furgoneta alumbra el cuerpo de una chica tendida sobre el asfalto. Una esquirla del guardabarros le atraviesa la pierna de la que mana un río sangre. Carlos distingue sus facciones, es una adolescente, de facciones suaves y proporcionadas y pelo rubio rizado. Tiene el dibujo de una flor de lis tatuado en el cuello. Su mente inmediatamente asocia esta imagen con el vestido crema de su hija Carlota. Su preferido, el que nunca quiere quitarse, el que tiene las mangas cosidas en rombo, el cuello en pico y una flor roja bordada en el torso. Carlos apostaría el sueldo de un mes que llevaba puesto ese mismo vestido en la última conversación que mantuvieron diez minutos antes del funesto suceso.  Recuerda sus palabras, Papá por favor, ven. Te voy a espera sin dormir hasta que vengas, por favor. Carlos no pudo resistirse al deseo de su hija. Colgó entonces el teléfono móvil, anuló la comanda y abandonó la cafetería sin reponer fuerzas y sin su querido café cortado de medianoche, su imprescindible dosis de cafeína. La sustituyó por una lata de coca cola que ingirió de dos largos tragos. Se montó otra vez en la furgoneta de reparto y se incorporó a la carretera. Metió tercera y giró por la calle Granada. Todas las luces de las farolas estaban apagadas y la calle oscura como una cueva subterránea inexplorada. Era una noche sin luna, Carlos aguzó la vista, pero no vio el socavón del suelo. La rueda patinó por el filo del agujero y se deslizó un metro sin control, hasta finalmente golpear el borde de hormigón. El vehículo se alzó en el aire como si estuviese ejecutando una maniobra acrobática. Desde el asiento Carlos contempló atónito las sombras de un cuerpo humano apostado en mitad de la calzada, el vehículo cayó entonces sobre dos ruedas y volcó descontrolado trescientos sesenta grados, impactando contra el cuerpo.

 

CARLOTA ya no lleva puesto el vestido crema con las mangas cosidas en rombo, cuello en pico y una flor roja bordada en el pecho. Es demasiado tarde y su madre le ha obligado a quitárselo y a ponerse el pijama. No le importa ya, está contenta porque su padre le ha prometido por teléfono que llegará antes de que se acueste. Y cuando su padre se va de viaje siempre le trae un regalo. Coloca otra vez el móvil de su madre sobre al aparador de madera negra del salón, en la misma posición en la que estaba, entre la figura del elefante que mira hacia la puerta y el portarretratos de los abuelos. Está segura que su madre no se ha dado cuenta de que ha telefoneado a su padre. Si se llega a enterar la castigaría otra vez. Se sienta en el sofá y sintoniza “La casa de Mickey Mouse”. Llega su madre y le pregunta si le pasa algo. Ella la mira y suelta una risita. 

 

GINÉS se siente exhausto, extraordinariamente agotado. Le duelen las piernas de estar de pie y tiene la mente embotada como si estuviese bajo los efectos de un potente anestésico. Lleva trabajando veinte horas seguidas y aún le faltan seis horas más para completar la  jornada marotoniana.  Entra en la cafetería “Solycampo” y se dirige hacia la barra de consumiciones. Necesita urgentemente un café cargado doble y algo salado para picar. Entabla conversación con Jaime, su amigo del instituto, padrino de su hijo y compañero de correrías juveniles. Son interrumpidos por un tipo que habla por teléfono con su hija y que le dice a Jaime que no le sirva el pedido, que se tiene que marchar. Ginés se dirige al servicio a lavarse las manos mientras Jaime le prepara el café y le avía un bocadillo mixto con aceite de oliva. Falta una hora para medianoche y la cafetería está tranquila, apacible como una biblioteca. La televisión suena de fondo a un volumen muy bajo y unos viajeros apostados en una esquina del establecimiento terminan de cenar mientras examinan un plano comarcal de la zona. Ginés sale del baño agitando las manos en el aire despidiendo gotitas de agua, las termina de secar pasándolas por el pantalón del uniforme de la empresa operaria subcontratada por el ayuntamiento. Se sienta en una mesa frente al televisor. Un reportero de sonrisa fácil y corbata rosa relata la crónica deportiva. De repente, en el silencio de la noche, se oye un angustioso estrépito. Los cristales de las ventanas tiemblan ligeramente. Ginés se levanta como un resorte y sale corriendo al exterior. Medita varios segundos si tomar la camioneta de la empresa estacionada junto a la cafetería. Determina emprender la carrera a pie, el ruido se ha oído muy cercano. Atraviesa al trote toda la avenida hasta llegar a la calle Granada. Al fondo de la oscura calle, se ve la luz de faro de un vehículo volcado alumbrando el cuerpo de una chica tumbada en el suelo. Ginés palidece. Tiene los pies paralizados y un sudor frío desciende por su nuca erizándole los vellos de la piel. Su mente actúa como una máquina medieval de tortura y le trae a la memoria  la nítida imagen de los conos naranjas y la cinta amarilla encima del remolque de la camioneta. Los mismos conos y cinta que dos horas antes cargó en el remolque trasero para delimitar el perímetro del socavón que los técnicos de obra del ayuntamiento habían perforado en el asfalto. 

 

JUAN entra en el dormitorio con el deseo de que por fin ese horrible día finalice. Su mujer lee en la cama el último libro de Almudena Grandes. Todo empezó mal. La primera reunión matinal con el consejero de economía de la empresa ¿Qué culpa tenía él de que no hubiese fondos en las arcas de la empresa? ¿Por qué tenía su departamento que asumir las consecuencias de una mala planificación? No le servía de excusa que no era un caso excepcional, que todos los departamentos tenían que hacer recortes y esfuerzos para cuadrar las cuentas. Mal de muchos, consuelo de tontos, pensaba.  Y luego lo peor, a media mañana, la reunión con su equipo y personal subalterno.

—¿Qué te pasa? —le pregunta Ana, su mujer. 

—Tengo una sensación agridulce. Está mañana he discutido con Ginés. 

—¿Con tu primo? ¿Por qué? —pregunta extrañada Ana. 

Y Juan se lo cuenta. Remarca que la culpa la tienen el propio Ginés y el resto de los veteranos del equipo de mantenimiento de la empresa por no haber aceptado en su día negociar con la empresa. Todos se quejaban de las largas jornadas, que si trabajaban turnos dobles y fines de semana, ¿y él,  qué? ¿Quién se preocupaba de su trabajo? ¿Quién cuadraba las cuentas para que la empresa tuviera una estabilidad? ¿Quién tenía que dar la cara en el consejo de administración?

—Tienes que entenderlo. Apenas tiene tiempo para descansar y estar con su familia. Está agotado —le dice finalmente su mujer. 

Juan se quita las gafas y las coloca sobre la cómoda. A su lado hay un portarretratos que enmarca la foto de una adolescente de quince años, con el pelo rizado y el tatuaje de una flor de lis en el cuello. 

——Claro que lo entiendo —le dice a su mujer—, pero ellos, con todos sus derechos, también tienen que entenderme a mi. Yo también tengo una familia. 

1 comentario: