Todo empieza en un funeral.
Shaitan Kumar y su esposa Asha ofrenden rezos al dios Shiva.
Ambos tienen los cuerpos laxos, el juicio embotado y los ojos ajados y secos tras dos largos días de interminables lloros, de desvelos nocturnos, de gritar al viento del desierto: ¿Por qué? ¿Por qué nos has arrebatado a nuestra hija? Abren las manos y las elevan al cielo naranja que en ese momento de la tarde ya amarillea en las llanuras del Rajasthan, al mismo tiempo que tambalean sus pies, y todo su cuerpo, hacia delante y atrás en un ritual ancestral transmitido de generación en generación.
Shaitan Kumar y su esposa Asha ofrenden rezos al dios Shiva.
Ambos tienen los cuerpos laxos, el juicio embotado y los ojos ajados y secos tras dos largos días de interminables lloros, de desvelos nocturnos, de gritar al viento del desierto: ¿Por qué? ¿Por qué nos has arrebatado a nuestra hija? Abren las manos y las elevan al cielo naranja que en ese momento de la tarde ya amarillea en las llanuras del Rajasthan, al mismo tiempo que tambalean sus pies, y todo su cuerpo, hacia delante y atrás en un ritual ancestral transmitido de generación en generación.
Es como si ambos estuviesen sincronizados tras el ensayo de una pieza teatral dramática, pero no es un teatro, ni un sainete, ni una farsa puesta en escena burdamente, es el sepelio de su amada Veena, la despedida del mundo terrenal de su única hija.
Mientras rezan Shaitan divisa a la comitiva que los acecha en la entrada del oasis. No se sorprende de su presencia e interiormente les agradece su paciencia y que hayan tenido la deferencia de no interrumpir el funeral de su hija. Solo por ese motivo está decidido a escucharlos y aceptar su propuesta. Hace un día que los espera, desde que oyó en Jodhpur, la ciudad azul de la India, que se buscaba a tres jóvenes indios que habían desaparecido una noche en el desierto del Thar, aguardaba la visita. Era solo cuestión de tiempo y ese momento había llegado. El grupo está formado por cuatro policías de uniforme, dos jóvenes khojis, un inspector con el rostro picado de viruela y un alto funcionario de grueso mostacho y turbante verde anudado en la cabellera. Al acercarse los agentes de policía saludan uniendo las palmas de sus manos y pronunciando un educado namasté, el inspector y el funcionario se inclinan hacia delante en una respetuosa reverencia y los dos jóvenes khojis se arrodillan y tocan los pies de Shaitan, como si fuese un pariente mayor de la familia al que rendir honores y respeto. El funcionario, con solo una mirada, conmina a un oficial de la policía a hablar. Este último carraspea e inmediatamente comienza a decir:
— ¡Viva la India! Shaitan Kumar, os ofrecemos nuestras disculpas por interrumpir el funeral de vuestra hija —Shaitan asiente con un ligero movimiento de cabeza en señal de agradecimiento—, el estado de la India —continúa diciendo— te solicita…, te ruega que abandones tu retiro y te incorpores al servicio activo para colaborar en la búsqueda de los ciudadanos Narayan Sarin, Navil Anand y Erigassi Dronavelli, desaparecidos durante las fiestas del Teej en la madrugada del día veinte de agosto.
Shaitan estudia el rostro del policía local y al funcionario colocado detrás y sabe de inmediato que aunque no se le ha ordenado, no puede negarse, sería una descortesía, un menosprecio y una falta absoluta de respeto a los cuerpos de seguridad con lo que trabajó y colaboró, hombro con hombro, durante toda su vida.
—Te necesitamos—musitó el oficial al observar cierta vacilación.
Shaitan no lo duda más, inclina la cabeza hacia su mujer a modo de despedida, se descalza y emprende el camino junto al resto de los presentes. Ve a uno de los jóvenes khojis dialogar con un policía e intuye que están hablando de él. Él no los conoce, son demasiado jóvenes, pero sabe que para ellos dos y para todos los khojis del Rajasthan, Shaitan es una deidad. Todos veneran su nombre, todos relatan sus legendarias hazañas y sus conocimientos. Los khojis son rastreadores de la Fuerza de Seguridad de Fronteras de India, que vigilan la línea limítrofe con Pakistán en busca de traficantes de drogas, contrabandistas e inmigrantes ilegales. Los khojis son capaces de diferenciar huellas de camellos, vacas, cabras u ovejas. Aprenden el oficio cuando son solo niños que persiguen a los animales que se alejan de sus hogares a través del vasto desierto. No son un gremio, ni una comunidad, ni se rigen por supersticiones o castas, los khojis solo veneran a sus predecesores, a sus maestros, y entre todos ellos, despunta el más extraordinario rastreador que ha existido en la India, el viejo Shaitan Kumar. Una leyenda viva.
Lo conducen a la Fortaleza de la exótica ciudad de Jaisalmer, a las faldas del desierto del Thar y en la puerta de entrada proporcionan a Shaitan la escasa información que se había recopilado hasta ese momento. Allí se perdió el rastro de Narayán, Nival y Erigassi, los tres estudiantes desaparecidos. Un testigo declaró que los vio entrar en la Fortaleza Dorada, iban abrazados, cantando en rayastani y bebiendo a gollete de botellas Old Monk. Nadie los vio salir. La policía local durante dos días escrutó las calles y murallas, inspeccionó el Palacio Real y el templo Laxminath e invadió los admirados Havelis sin éxito alguno. Es como si se hubiesen desintegrado en polvo amarillo, evaporados y conducidos por los vientos del desierto a una de las miles de dunas que dibujan el paisaje del Rajasthan. Le proporcionan detalles de su constitución física, altura, peso, características singulares; precisan sus ropajes, sus vestimentas y adornos; y señalan especialmente el calzado, uno de ellos llevaba unas chappal y los otros dos, vestían con juttis.
Shaitan se coloca en un extremo de la plaza principal, frente a la puerta de la Fortaleza, la comitiva permanece a su espalda. La zona ha sido evacuada y la quietud se adueña de un espacio que habitualmente bulle de personas. El suelo arenoso del ágora, vacío de ocupantes y transeúntes, a salvo de ajetreo, es ahora un océano aleatorio de huellas. El funcionario ladea la cabeza y arruga la nariz. «Esto es una pérdida de tiempo. Es imposible», le dice al inspector en voz baja. Los policías expectantes guardan silencio, mientras los dos jóvenes khojis contemplan embelesados cualquier movimiento del Maestro, el rastreador más legendario.
Shaitan recorre lentamente con la mirada la plaza. Su mente se activa y empieza el análisis de cada una de las pisadas que atiborran el foro, deben existir miles, pero el cerebro del khoji funciona vertiginoso, es como una computadora moderna que superpone patrones y dibujos y descarta lo irrelevante, lo que no cuadra. En quince minutos Shaitan ya ha contextualizado la escena y suprimido todas las huellas de animales, predominan las de los camellos de carga y las vacas sagradas. Las pisadas de los animales, están ahí, impresas en la arena, pero en la mente de Shaitan ya han desaparecido y la imagen del suelo es ahora algo más clara. Desecha seguidamente las huellas de niños y mujeres, todos los pies pequeños y los más estrechos. La representación del escenario se torna más limpia, las huellas más ralas, pero aun así la superficie es un mar atestado de pisadas. Separa el calzado que consigue identificar, y elimina los zuecos, los zapatos planos, las padukas, las sandalias. Se aproxima a la esencia, Shaitan entonces hunde sus pies en la arena. Necesita calibrar la densidad, la profundidad de la huella. Los tres jóvenes iban bebidos por lo que su caminar podría ser algo errático, inestable, por lo que le permite desestimar todos los pasos firmes y profundos. Y entonces las encontró, mezcladas con otras marcas y signos, y quizá fue el instinto de un viejo rastreador o simplemente un golpe de azar, pero no tuvo dudas. Junto a un banco de piedra limosa, percibió unas huellas errantes de jutti, el característico calzado indio identificado por su punta estrecha y plana, de suela única y recta que no distingue entre el pie izquierdo y derecho, al lado de unas chappal corrientes. Supo que eran de ellos, lo demás fue fácil para el gran khoji, en su mente se dibujó la escena de la desaparición, todo el recorrido de las huellas, sus movimientos, sus acciones, sus pasos, su….
—¿Qué pasa? —le inquirió un joven policia—, ¿Por qué te paras maestro?
—Se fueron corriendo. Les perseguían.
—Explícanos —requirió el inspector pustuloso.
Shaitan les invitó a agacharse. Borró cuidadosamente con la mano la arena hasta dejar solo visible una huella. Era la pisada de una sandalia. Hundida en la punta y superficial en el tacón. En medio de la planta tenía una muesca, una raja en forma de H, como si fuese el tatuaje del calzado.
—Es la huella de un cazador. Estoy seguro. Perseguía a los tres jóvenes —sentenció el khoji.
La revelación arrojó inquietud en el grupo. Los presagios de un posible secuestro, de un escenario criminal, se habían materializado. No fue una sorpresa, se habían barajado posibles enemigos, comportamientos oscurantistas hacia los jóvenes pero nada definitivo se había hallado, no obstante siempre fue la teoría más razonable.
La persecución se inició rápidamente. Al grupo se unieron nuevos destacamentos policiales y nueve rastreadores y en poco más de doce horas se cerró el caso. Una vez que se conocían las huellas, el rastro a seguir, la búsqueda se simplificó en lo esencial y los avances eran como olas del mar, sucesivas y continuas. Once Khojis a las órdenes del gran Shaitan Kumar permitió en apenas medio día localizar la cueva donde estaban los cuerpos de los tres jóvenes. Los encontraron hacinados, devorados en parte por las alimañas y con las manos desmembradas y desaparecidas. En la cueva se perdió el rastro del cazador, en la entrada de la oquedad descubrieron cuatro tipos de huellas: unas de chappal, dos juttis y unas sandalias con la marca de una H. Todas entraban, ninguna salían.
Al día siguiente la noticia del diario local de Jodphur informaba del hallazgo y del nefasto desenlace, al mismo tiempo que se elogiaba las aptitudes de un cuerpo sin igual en el mundo, los khojis, los rastreadores.
Todo acaba en un funeral.
Frente a Shaitan y Asha hay una pira cimentada en simétricos troncos de Neem, Colocados uno a uno, con esmero, con sentido geométrico y simbólico. Sobre ella yace el joven cuerpo de Veena. Los ojos cerrados y el cabello oscuro peinado y recogido en una larga trenza que cae por encima del hombro acariciándolo. Su expresión facial es dulce como si estuviese dormida en un sueño reparador. Lleva puesto el sari blanco y rojo con el que su madre la presentó en sociedad, distintos abalorios de plata en cuello y muñeca y unas sandalias de piel de búfalo.
Shaitan Kumar coge una tea del suelo y tras prender el paño que envuelve el extremo lo arrima a la pira. La yesca intercalada entre los troncos chisporrotea y arde rápidamente extendiéndose por toda la pira en pocos segundos. Una gran columna de fuego y humo envuelve a Veena, y colorea de color ceniza el cielo.
Abren las manos, las elevan al cielo y entonan un himno de alabanza a Shiva. Al terminar, se abrazan, se permiten esbozar la insinuación de una sonrisa. Ahora sus cuerpos y mentes sienten bienestar, paz interior. El camino del mundo terrenal al espiritual no siempre es fácil, pero están seguros de haberlo conseguido, el alma de Veena está a salvo y preparada para la resurrección. El Khoji, entonces, evoca los últimos momentos de su hija y es incapaz de reprimir las lágrimas. El cabello sucio y colmado de tierra, el rostro magullado, los antebrazos lacerados y con marcas de dedos, los muslos repletos de equimosis, la vagina rota, el cuerpo destrozado. Nada pudo hacer por ella, solo oír su último estertor y, entrecortadamente, tres nombres.
Shaitan se mira los pies, aún está descalzo. Al pie de la pira siguen sus sandalias, las mismas que se quitó cuando llegó la comitiva. Las coge y las contempla por última vez antes de que sean consumidas por el fuego. Tienen las suelas rajadas, y una muesca con una raja extraña, en forma de H.
Mientras rezan Shaitan divisa a la comitiva que los acecha en la entrada del oasis. No se sorprende de su presencia e interiormente les agradece su paciencia y que hayan tenido la deferencia de no interrumpir el funeral de su hija. Solo por ese motivo está decidido a escucharlos y aceptar su propuesta. Hace un día que los espera, desde que oyó en Jodhpur, la ciudad azul de la India, que se buscaba a tres jóvenes indios que habían desaparecido una noche en el desierto del Thar, aguardaba la visita. Era solo cuestión de tiempo y ese momento había llegado. El grupo está formado por cuatro policías de uniforme, dos jóvenes khojis, un inspector con el rostro picado de viruela y un alto funcionario de grueso mostacho y turbante verde anudado en la cabellera. Al acercarse los agentes de policía saludan uniendo las palmas de sus manos y pronunciando un educado namasté, el inspector y el funcionario se inclinan hacia delante en una respetuosa reverencia y los dos jóvenes khojis se arrodillan y tocan los pies de Shaitan, como si fuese un pariente mayor de la familia al que rendir honores y respeto. El funcionario, con solo una mirada, conmina a un oficial de la policía a hablar. Este último carraspea e inmediatamente comienza a decir:
— ¡Viva la India! Shaitan Kumar, os ofrecemos nuestras disculpas por interrumpir el funeral de vuestra hija —Shaitan asiente con un ligero movimiento de cabeza en señal de agradecimiento—, el estado de la India —continúa diciendo— te solicita…, te ruega que abandones tu retiro y te incorpores al servicio activo para colaborar en la búsqueda de los ciudadanos Narayan Sarin, Navil Anand y Erigassi Dronavelli, desaparecidos durante las fiestas del Teej en la madrugada del día veinte de agosto.
Shaitan estudia el rostro del policía local y al funcionario colocado detrás y sabe de inmediato que aunque no se le ha ordenado, no puede negarse, sería una descortesía, un menosprecio y una falta absoluta de respeto a los cuerpos de seguridad con lo que trabajó y colaboró, hombro con hombro, durante toda su vida.
—Te necesitamos—musitó el oficial al observar cierta vacilación.
Shaitan no lo duda más, inclina la cabeza hacia su mujer a modo de despedida, se descalza y emprende el camino junto al resto de los presentes. Ve a uno de los jóvenes khojis dialogar con un policía e intuye que están hablando de él. Él no los conoce, son demasiado jóvenes, pero sabe que para ellos dos y para todos los khojis del Rajasthan, Shaitan es una deidad. Todos veneran su nombre, todos relatan sus legendarias hazañas y sus conocimientos. Los khojis son rastreadores de la Fuerza de Seguridad de Fronteras de India, que vigilan la línea limítrofe con Pakistán en busca de traficantes de drogas, contrabandistas e inmigrantes ilegales. Los khojis son capaces de diferenciar huellas de camellos, vacas, cabras u ovejas. Aprenden el oficio cuando son solo niños que persiguen a los animales que se alejan de sus hogares a través del vasto desierto. No son un gremio, ni una comunidad, ni se rigen por supersticiones o castas, los khojis solo veneran a sus predecesores, a sus maestros, y entre todos ellos, despunta el más extraordinario rastreador que ha existido en la India, el viejo Shaitan Kumar. Una leyenda viva.
Shaitan se coloca en un extremo de la plaza principal, frente a la puerta de la Fortaleza, la comitiva permanece a su espalda. La zona ha sido evacuada y la quietud se adueña de un espacio que habitualmente bulle de personas. El suelo arenoso del ágora, vacío de ocupantes y transeúntes, a salvo de ajetreo, es ahora un océano aleatorio de huellas. El funcionario ladea la cabeza y arruga la nariz. «Esto es una pérdida de tiempo. Es imposible», le dice al inspector en voz baja. Los policías expectantes guardan silencio, mientras los dos jóvenes khojis contemplan embelesados cualquier movimiento del Maestro, el rastreador más legendario.
Shaitan recorre lentamente con la mirada la plaza. Su mente se activa y empieza el análisis de cada una de las pisadas que atiborran el foro, deben existir miles, pero el cerebro del khoji funciona vertiginoso, es como una computadora moderna que superpone patrones y dibujos y descarta lo irrelevante, lo que no cuadra. En quince minutos Shaitan ya ha contextualizado la escena y suprimido todas las huellas de animales, predominan las de los camellos de carga y las vacas sagradas. Las pisadas de los animales, están ahí, impresas en la arena, pero en la mente de Shaitan ya han desaparecido y la imagen del suelo es ahora algo más clara. Desecha seguidamente las huellas de niños y mujeres, todos los pies pequeños y los más estrechos. La representación del escenario se torna más limpia, las huellas más ralas, pero aun así la superficie es un mar atestado de pisadas. Separa el calzado que consigue identificar, y elimina los zuecos, los zapatos planos, las padukas, las sandalias. Se aproxima a la esencia, Shaitan entonces hunde sus pies en la arena. Necesita calibrar la densidad, la profundidad de la huella. Los tres jóvenes iban bebidos por lo que su caminar podría ser algo errático, inestable, por lo que le permite desestimar todos los pasos firmes y profundos. Y entonces las encontró, mezcladas con otras marcas y signos, y quizá fue el instinto de un viejo rastreador o simplemente un golpe de azar, pero no tuvo dudas. Junto a un banco de piedra limosa, percibió unas huellas errantes de jutti, el característico calzado indio identificado por su punta estrecha y plana, de suela única y recta que no distingue entre el pie izquierdo y derecho, al lado de unas chappal corrientes. Supo que eran de ellos, lo demás fue fácil para el gran khoji, en su mente se dibujó la escena de la desaparición, todo el recorrido de las huellas, sus movimientos, sus acciones, sus pasos, su….
—¿Qué pasa? —le inquirió un joven policia—, ¿Por qué te paras maestro?
—Se fueron corriendo. Les perseguían.
—Explícanos —requirió el inspector pustuloso.
Shaitan les invitó a agacharse. Borró cuidadosamente con la mano la arena hasta dejar solo visible una huella. Era la pisada de una sandalia. Hundida en la punta y superficial en el tacón. En medio de la planta tenía una muesca, una raja en forma de H, como si fuese el tatuaje del calzado.
—Es la huella de un cazador. Estoy seguro. Perseguía a los tres jóvenes —sentenció el khoji.
La persecución se inició rápidamente. Al grupo se unieron nuevos destacamentos policiales y nueve rastreadores y en poco más de doce horas se cerró el caso. Una vez que se conocían las huellas, el rastro a seguir, la búsqueda se simplificó en lo esencial y los avances eran como olas del mar, sucesivas y continuas. Once Khojis a las órdenes del gran Shaitan Kumar permitió en apenas medio día localizar la cueva donde estaban los cuerpos de los tres jóvenes. Los encontraron hacinados, devorados en parte por las alimañas y con las manos desmembradas y desaparecidas. En la cueva se perdió el rastro del cazador, en la entrada de la oquedad descubrieron cuatro tipos de huellas: unas de chappal, dos juttis y unas sandalias con la marca de una H. Todas entraban, ninguna salían.
Al día siguiente la noticia del diario local de Jodphur informaba del hallazgo y del nefasto desenlace, al mismo tiempo que se elogiaba las aptitudes de un cuerpo sin igual en el mundo, los khojis, los rastreadores.
Todo acaba en un funeral.
Frente a Shaitan y Asha hay una pira cimentada en simétricos troncos de Neem, Colocados uno a uno, con esmero, con sentido geométrico y simbólico. Sobre ella yace el joven cuerpo de Veena. Los ojos cerrados y el cabello oscuro peinado y recogido en una larga trenza que cae por encima del hombro acariciándolo. Su expresión facial es dulce como si estuviese dormida en un sueño reparador. Lleva puesto el sari blanco y rojo con el que su madre la presentó en sociedad, distintos abalorios de plata en cuello y muñeca y unas sandalias de piel de búfalo.
Shaitan Kumar coge una tea del suelo y tras prender el paño que envuelve el extremo lo arrima a la pira. La yesca intercalada entre los troncos chisporrotea y arde rápidamente extendiéndose por toda la pira en pocos segundos. Una gran columna de fuego y humo envuelve a Veena, y colorea de color ceniza el cielo.
Abren las manos, las elevan al cielo y entonan un himno de alabanza a Shiva. Al terminar, se abrazan, se permiten esbozar la insinuación de una sonrisa. Ahora sus cuerpos y mentes sienten bienestar, paz interior. El camino del mundo terrenal al espiritual no siempre es fácil, pero están seguros de haberlo conseguido, el alma de Veena está a salvo y preparada para la resurrección. El Khoji, entonces, evoca los últimos momentos de su hija y es incapaz de reprimir las lágrimas. El cabello sucio y colmado de tierra, el rostro magullado, los antebrazos lacerados y con marcas de dedos, los muslos repletos de equimosis, la vagina rota, el cuerpo destrozado. Nada pudo hacer por ella, solo oír su último estertor y, entrecortadamente, tres nombres.
Shaitan se mira los pies, aún está descalzo. Al pie de la pira siguen sus sandalias, las mismas que se quitó cuando llegó la comitiva. Las coge y las contempla por última vez antes de que sean consumidas por el fuego. Tienen las suelas rajadas, y una muesca con una raja extraña, en forma de H.
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