“ (...). Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
Elena rasgó el sobre y con manos temblorosas extrajo del interior una cuartilla plegada. Cerró los ojos y emitió un prolongado suspiro, introdujo la carta otra vez en el sobre y lo depositó sobre la mesa, bocabajo, con el nombre del remitente a la vista: Filomeno. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el dormitorio. A medio camino se detuvo y se llevó la mano a la frente. Estaba perlada de sudor a pesar de que el aparato de aire acondicionado funcionaba a unos templados veinticinco grados. Pareció dudar, caminó unos pasos adelante y luego deshizo lo andado. Se crujió los dedos y, cuando dejaron de sonar, se mordisqueó las uñas hasta dejarlas en carne viva. Encendió un cigarrillo e inspiró una profunda calada. Durante un instante la nicotina entrando sus pulmones actuó como una sustancia anestésica. Comenzó a sentirse más serena. Pensó que un whisky terminaría de tranquilizarla, así que abrió el mueble bar y se sirvió uno doble con hielo. Bebió un trago mientras se desplomaba sobre una silla de salón. De inmediato percibió el ardiente líquido descender por el esófago. Se desabrochó el botón superior de la camisa buscando aire fresco. Torció el cuello y miró el sobre que descansaba sobre la mesa. Se levantó de repente y se encaminó hacia él. Apenas invirtió unos treinta segundos en su lectura. Al terminar, su cuerpo comenzó a segregar tanto sudor que parecía que estuviese de expedición misionera en una selva tropical. Elena, con los ojos rojos y brillantes, llevó el dedo índice a la última frase, como si fuese un niño que sigue la lectura para no confundir el párrafo: “... tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.