“ (...). Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
Elena rasgó el sobre y con manos temblorosas extrajo del interior una cuartilla plegada. Cerró los ojos y emitió un prolongado suspiro, introdujo la carta otra vez en el sobre y lo depositó sobre la mesa, bocabajo, con el nombre del remitente a la vista: Filomeno. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el dormitorio. A medio camino se detuvo y se llevó la mano a la frente. Estaba perlada de sudor a pesar de que el aparato de aire acondicionado funcionaba a unos templados veinticinco grados. Pareció dudar, caminó unos pasos adelante y luego deshizo lo andado. Se crujió los dedos y, cuando dejaron de sonar, se mordisqueó las uñas hasta dejarlas en carne viva. Encendió un cigarrillo e inspiró una profunda calada. Durante un instante la nicotina entrando sus pulmones actuó como una sustancia anestésica. Comenzó a sentirse más serena. Pensó que un whisky terminaría de tranquilizarla, así que abrió el mueble bar y se sirvió uno doble con hielo. Bebió un trago mientras se desplomaba sobre una silla de salón. De inmediato percibió el ardiente líquido descender por el esófago. Se desabrochó el botón superior de la camisa buscando aire fresco. Torció el cuello y miró el sobre que descansaba sobre la mesa. Se levantó de repente y se encaminó hacia él. Apenas invirtió unos treinta segundos en su lectura. Al terminar, su cuerpo comenzó a segregar tanto sudor que parecía que estuviese de expedición misionera en una selva tropical. Elena, con los ojos rojos y brillantes, llevó el dedo índice a la última frase, como si fuese un niño que sigue la lectura para no confundir el párrafo: “... tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
El inmenso tren de hierro y acero se bamboleaba entre los férreos raíles como si fuese un inexperto acróbata que camina portando una barra de equilibrio sobre una cuerda elástica. A través de las ventanillas del rápido convoy, Elena, meciéndose en su asiento al ritmo de los vaivenes de la locomotora, oteaba abstraída el monótono paisaje manchego. Cientos de campos yermos, en reposo tras la siega de la campaña del cereal, se extendían por doquier, y se entrelazaban unos a otros difuminando las lindes de piedra y mojones que los separaban. Sólo el rastro de las huellas surcadas en la tierra tras el paso de las máquinas tractoras permitían diferenciar las distintas propiedades. Iba sentada de espaldas a la dirección que llevaba el tren. A su lado un hombre ataviado con un sobrio traje negro, corbata de seda y zapatos de piel, leía con fruición un periódico de economía. Frente a ella, separados por una mesa plegable rectangular, un joven veinteañero con unos auriculares desechables ajustados a las orejas visionaba una película en un ordenador portátil.
“…sé que no quieres saber nada de mí, pero tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
La visión parcial de unos niños zambulléndose en una alberca de regadío de agua turbia y verdosa, despertó a Elena de su ensimismamiento y retrotrajo su pensamiento a los años de su infancia, cuando compartía aventuras con su hermano Filomeno. Evocó la imagen del arroyo serpenteando entre las calizas rocas, recorriendo un trazado sinuoso hasta desembocar, tras una caída de varios metros, en la poza del Diablo; allí su hermano Filomeno, imitando a saltadores profesionales ejecutó un perfecto clavado, tan perfecto, que como premio se le otorgó un collarín cervical que arrastró fijado al cuello durante todo el verano. Elena sonrió al recordar la figura de su hermano caminar entre los campos de olivares con el aparato ortopédico ajustado en torno al cuello, parecía un robot japonés carente de articulaciones.
«¡Anda bien, que te has torcido el pescuezo, no las piernas!», le gritaba su padre mientras arrancaba de la seca tierra hierbajos.
«¡Ay, Filomeno!, ¿por qué me ocultaste la verdad?», pensó Elena, mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la voz del chico sentado frente a ella.
—¿Filomeno? —musitó Elena en voz baja.
—Creo que se equivoca de persona. ¿Se encuentra bien?
—Eh…, sí,…perdona —balbuceó Elena despertando de su abstracción—. Gracias.
—Me ha llamado Filomeno. ¿Me parezco a él?
Elena esbozó una leve sonrisa. El joven tenía el cabello negro, la frente ancha y la nariz pronunciada. Los ojos castaños pequeños, y la mirada entrecerrada como si estuviese escudriñando un objeto en la distancia. Tenía los hombros enormes y los brazos musculosos, ejercitados en el gimnasio. La camiseta totalmente adherida a la piel parecía un dibujo tatuado.
—En realidad sí. Te pareces un poco a él.
—Entonces es un chico guapo —dijo el joven riendo.
Elena correspondió sonriendo, pero enseguida su rostro mudó en una expresión triste, sus ojos retornaron al cristal de la ventanilla y su mente al mensaje de la carta: “(…). Hay una explicación, un por qué, sé que no quieres saber nada de mí, pero tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
La televisión del tren se encendió y un mapa político de España inundó la pantalla. Una raya de color rojo señalaba el itinerario, y sobre la misma un círculo de un mayor grosor que la raya se deslizaba sobre ella mostrando el punto exacto de la ubicación del veloz convoy. Elena leyó “Puente Genil” y algo en su interior se agitó, el estómago empequeñeció y el pie derecho tembló sobre el suelo en continua repetición, como si estuviese chequeando que el pedal del acelerador de un vehículo funcionaba de forma correcta.
—Andalucía —dijo el hombre trajeado señalando hacia el paisaje que ya aparecía rodeado de árboles y montañas.
—Sí, Andalucía —repitió Elena.
Tras aquel escueto intercambio de palabras, Elena, quizá más por distracción que por cualquier otro motivo, centró la atención en su compañero de viaje. Descubrió que tenía unos rasgos suaves, los labios finos y una barba de varios días perfectamente recortada. Llevaba el pelo engominado peinado hacia atrás y la corbata anudada con el elegante y británico nudo Windsor. Pensó que se trataba de un abogado o de un empresario. Era un hombre maduro, probablemente de unos sesenta años, pero que conservaba un cutis fino y un cuerpo en forma. Unas gafas de montura de plástico le colgaban del puente de la nariz. Estudió sus ademanes, apenas se movía en el asiento, sentado con una pierna cruzada sobre la otra. Inspiraba serenidad y seguridad. En ciertos aspectos, le recordaba a su padre con ese porte tranquilo de hombre paciente y confiado.
Así recordaba Elena a su padre, Facundo Priego, el Calmoso. Todos en el pueblo tenían un apodo, el de su padre no era de su agrado, pero tampoco le disgustaba en exceso. Desde luego, era mejor que el Boñiga, el Cara Melón o el Calzones Cagado, sobre todo porque los motes, siguiendo una extraña tradición local, como las tierras, el ganado y los inmuebles, se transmitían por herencia de padres a hijos. Así, Elena, desde bien niña era la Calmosa y su hermano Filomeno, el Calmoso. Siempre dio las gracias, por no haber sido la hija del Calzones Cagado. Facundo fue un buen padre, al menos, a su manera. Elena nunca le reprochó nada. Cuando ella y su hermano eran apenas dos niños de cuna, Facundo, el Calmoso, enviudó tras una larga y agónica enfermedad de su esposa. Él era un hombre de costumbres antiguas, avezado agricultor, discípulo de acervos clásicos, sabía todo lo que había de saberse del olivo, de los campos y del ganado, sin embargo, sus conocimientos de la vida hogareña se limitaban a rudimentarias tareas de limpieza y poco más. De cocina sabía encender la hornilla y que el huevo debía cocerse cinco minutos para salir duro. Y de la higiene, que había que bañarse una vez en semana. Una cosa sí tenía clara Facundo, el Calmoso, sus hijos debían ir al colegio y convertirse en personas ilustradas y de provecho.
—¿Vuelve usted a casa? —preguntó el hombre doblando el periódico.
—Sí —contestó Elena tras una pausa de varios segundos en los que pareció reflexionar.
—¿A ver a su familia?
—Sí, creo que sí.
—No hay nada como la familia —afirmó el abogado, o el empresario, en un tono que no admitía réplica.
Elena asintió.
Su mente regresó a la carta.
“(…), ¿Por qué no me permitiste explicarme? ¿Por qué no me diste una oportunidad? Hay una explicación, un por qué, sé que no quieres saber nada de mí, pero tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas. Filomeno”.
El tren ralentizó la velocidad. Elena distinguió el cartel de “Estación Puente Genil” antes de que los vagones se inmovilizaran por completo. El abogado, o el empresario, introdujo el periódico en un maletín de piel y empuñadura de plata, y lo depositó sobre sus muslos. El joven se levantó y asió una mochila de los compartimentos superiores, guardó en una funda el portátil y tecleó un mensaje en el teléfono móvil.
—Ya estamos en casa. ¿Usted se baja aquí? —preguntó el hombre trajeado.
—No, yo sigo hasta Málaga.
—Bueno, ha sido un placer —dijo ofreciendo la mano, que Elena estrechó agradecida.
—Hasta luego —dijo el chico encaminándose hacia la puerta de salida.
—Hasta luego —contestaron los dos casi al unísono.
Diez minutos después el tren circulaba a casi trescientos kilómetros por hora atravesando la campiña cordobesa con dirección a la Estación María Zambrano. En el vagón número 11, cinco personas se desperdigaban por los sillones del departamento como en una atracción de feria con escasa afluencia de clientes. Elena, estiró las rodillas y las acomodó sobre el asiento que instantes antes ocupaba el abogado, o el empresario. Cerró los ojos durante un instante, y los movimientos del traqueteo del tren parecieron aumentar en intensidad. Una arcada la atacó de repente. Con rapidez abrió el bolso y cogió un pañuelo de papel, lo desplegó y se lo llevó a la boca. Esputó sobre el mismo unas flemas y unos hilillos de saliva. El estómago amagó un rugido leonino. Se levantó y se dirigió bamboleante hacia el aseo. Al entrar en el cubículo las náuseas cesaron. Se miró al espejo y el cristal le devolvió un rostro compungido. Tenía unas bolsas oscuras debajo de los ojos, los labios ligeramente cuarteados y las ventanas nasales rojizas. Frente a su triste imagen, Elena comenzó a llorar, como llevaba haciéndolo desde el día que recibió la carta. No podía contenerse, no quería detenerse. Cogió un trozo de papel higiénico y se sonó la nariz aguantando el picor de las heridas que nacían en las fosas nasales. Después, abrió el grifo, ahuecó las manos bajo el chorro y se refrescó el rostro. Al contacto del agua se sintió mejor, como si hubiese tomado una ducha después de dos horas de gimnasia. Con lentitud retornó a su asiento esperando, ansiosa y nerviosa, que llegase el momento que había evitado durante años.
La pantalla de plasma anunció que acababan de rebasar Antequera. Elena revisó la mochila, en un bolsillo interior descansaba la carta de su hermano. Ahogó un suspiro y la desplegó, luego comenzó a leer:
Querida Elena,
No sé si llegarás a leer esta carta. Quizás la hayas roto al ver el nombre que figura en el remitente. Bueno, qué tonterías digo, si estás leyéndola es evidente que no la has roto. Y me alegro, no sabes cuánto me alegro. Porque antes de irme de este mundo quiero decirte que te quiero, que siempre te he querido y que siempre te querré. Que eres la mejor hermana que podría haber tenido. ¿Te acuerdas cuando tuve el esguince en el cuello? Recuerdo cómo te reías cuando me veías andar, y yo fingía enfadarme contigo, aunque en mi interior me enorgullecía como un soldado que muestra sus cicatrices tras la batalla. ¿Y recuerdas cómo nos divertíamos en la poza?, ¿y cuándo papá nos regañaba porque nos subíamos a los olivos? Yo sí, nunca lo podría olvidar, pero ahora ya no importa, me muero, ya sabes que en este pueblo todo se hereda, hasta los motes. Pues bien, parece que yo he heredado ese maldito cáncer que se llevó a mamá antes de que la pudiésemos conocer.
Tú eras mi hermana, mi amiga, la madre que nunca tuve, la única en la que podía confiar, y sin embargo, dejaste de hablarme, te fuiste, me abandonaste. Sé que piensas que lo que hice no puede perdonarse, y quizás tengas razón. Pero, ¿Por qué no me permitiste explicarme? ¿Por qué no me diste una oportunidad? Hay una explicación, un por qué, sé que no quieres saber nada de mí, pero tienes que venir. Te prometo que tendrás la respuesta que buscas”. Filomeno.
El tren se detuvo en la estación María Zambrano con suavidad. Elena, se enjugó las lágrimas que le caían en cascadas por el rostro y guardó la carta en el interior de la mochila. Descendió al andén y caminó con la cabeza agachada hacia la puerta de salida. Allí, tras un cordón de seguridad, aguardaban los familiares y amigos de los viajeros. Elena vio a su padre ubicado entre una mujer que agitaba la mano efusivamente y una joven que portaba un cartel que decía “bienvenido a casa”. Elena se acercó despacio a Facundo, y se posicionó frente a él.
—Hola, Papá —dijo con la mirada descendida y ojos enrojecidos.
Facundo la miró con dureza, como quien mira a un rival que se odia. Apretó los dientes y tensionó los brazos. Los mofletes colorados e inflados parecían aguantar la respiración. Los ojos vacíos comenzaron lentamente a brillar, cada vez más, hasta que se convirtieron en dos puntos luminiscentes. Luego, unas lágrimas contenidas que llevaban días atrincheradas, lidiando en una pugna sin enemigos, se relajaron y cayeron a borbotones. De inmediato todo su cuerpo se relajó, se quedó flácido y su impostada actitud inquebrantable quedó derrotada. Extendió los brazos y rodeó a Elena en un fuerte abrazo. Ambos se fundieron hasta ser un solo ser. Cómplices en el dolor.
Finalmente, cuando el desasosiego acumulado se liberó, Facundo entregó un sobre a Elena.
—Me lo dio tu hermano antes de morir. Me dijo que vendrías y, que después de leerlo, lo comprenderías todo.
Elena cogió el sobre de la mano de su padre, lo miró con detenimiento y lo rompió en seis pedazos.
—No necesito leerlo.
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