El guardián de la fórmula



Ignacio Calzeta presiente que va a morir. 
Se mira las manos. Están sucias y mojadas. Impregnadas de una tierra arcillosa y húmeda. Nota como tiemblan. Se las frota sobre los brazos con energía. Intenta desentumecerlas, serenarlas. Comienza a tiritar. No puede controlarse. El pánico le paraliza las piernas, de nada sirve correr más. Debe encontrar un escondite. Un lugar donde refugiarse. Debe despistar el peligro. Si lo consigue, es probable que la humanidad tenga una oportunidad. Si no…

Pasea la mirada alrededor. Parece un almacén. Junto a un sin fin de utensilios, hay estanterías atiborradas de productos químicos: Venenos, herbicidas, botes de líquidos con etiquetas de aviso de peligro… Ignacio sospecha que bajo la apariencia de almacén se esconde un laboratorio que ensaya experimentos con humanos. Intuye que este debe ser el sitio del que le habló su colega el doctor Urquieta. Se acerca a la ventana, una bocanada de vaho empaña el vidrio. Mira fuera por un lateral y descubre unas sombras que se dirigen con prisa hacia la puerta. Son las mismas sombras que llevan toda la noche acechándole. Son alargadas y picudas, como si llevasen capirote, y extrañamente no son negras como cualquier otra sombra, sino de un tono verdoso. Ignacio cree que pueden llevar uniformes verdes de camuflaje. ¿Militares? Lo han descubierto. Busca un escondrijo. Localiza varias ruedas gigantes de goma negra apiladas, como si fuesen neumáticos de tractores unos encima de otros. Sin pensárselo, escala y se introduce en el interior. Desde la oscuridad oye voces, la puerta se abre con lentitud emitiendo un chirrido estridente. Tiembla de pies a cabeza. Cierra los ojos con fuerza y aprieta los párpados. De pronto, como si hubiese accionado un interruptor, su mente se activa y comienza a calcular ecuaciones y logaritmos a un ritmo trepidante. Nada existe ya, solo las matemáticas se abren paso desechando cualquier otro pensamiento.  Intenta borrarlo todo, no tiene duda de que  las sombras verdes buscan Eso. Pero, ¿cómo hacerlo desaparecer en tan poco tiempo? Piensa en la vieja teoría de la interferencia, aquella que estudió y desarrolló junto a los doctores Mareno y Goskov en Paris. Pero la desecha, no da tiempo. Se enciende una luz. Entre las ranuras de las ruedas de goma vislumbra otra vez las sombras alargadas. Ahora, al reflejo de la luz eléctrica confirma que las mismas son verdes. Ya no hay solución. Conseguirán extraer todos los códigos que almacena. Obtendrán "La Fórmula". 
—Ignacio, Ignacio. 
Es la voz de una mujer. Es una voz cadenciosa y serena. No puede fiarse. A veces el peor de los depredadores se disfraza con piel de cordero. 
—Ignacio, sal. Soy Victoria. Estás a salvo.
Ignacio levanta las cejas y esboza una sonrisa. Su cuerpo se relaja, ya no parece tener frío. Su mente enmarañada en un revoltijo de números y códigos se relaja y se difumina en un blanco diáfano. Lo han conseguido. La Fórmula está a salvo. Asoma la cabeza triunfante. Su mirada se cruza con la de Victoria. Ambos sonríen. Desciende de un salto y se abrazan. 
—Eres la mejor ayudante que se puede tener —le estrecha entre sus brazos. 
—Gracias —responde ella—. Ha sido un día muy duro. Creo que todos necesitamos relajarnos ahora que ha pasado el peligro. Tómate esto —Le entrega dos pastillas de formas cónicas. 
—Sí, creo que las necesitaremos —contesta mientras engulle las pastillas.
—Volvamos al centro —dice Victoria—. Mira, han venido otros compañeros a felicitarte—Varias personas ataviadas con una bata blanca le saludan—. ¿Y sabes qué? Mañana por la mañana vendrán tu hijo y su mujer. 
—¿Qué? No, no, no… ¿Quiénes sois vosotros? Me estáis engañando. 
—Crisis. Sujetadlo y sedadlo —Ordena Victoria y en seguida cuatro enfermeros sujetan a Ignacio y le inyectan un sedante. —Llevadlo a recuperación —añade.

A través de la ventana entreabierta se filtran los gorjeos de un ruiseñor petirrojo. Victoria, la doctora jefa del hospital psiquiatrico de Vallevintana termina de leer en voz alta el informe semanal. Un hombre y una mujer joven, bien vestidos y de porte orgulloso, prestan atención a cada una de sus palabras. Intentan, en vano, localizar alguna mejoría respecto a los anteriores diagnósticos que constan en el historial. 
—Me resisto a pensar que todo lo que ve mi padre es una alucinación.
—Su padre sufre un trastorno delirante mixto: persecutorio y de grandeza. Es mixto, porque don Ignacio no solo se cree una persona demasiado importante, sino que además lo mezcla con unas alucinaciones persecutorias. En la mente de su padre, aparecen varios tipos de sombras que le persiguen y le acechan.
—¿Qué es eso de sombras de colores? Eso no lo tenía antes de entrar aquí. 
—Así las define su padre cuando lo testamos. Son verdes y alargadas, como las de ayer, cuando asume la personalidad de un científico que ha descubierto una fórmula que podría salvar la humanidad de cualquier enfermedad. Creemos que le ha asignado el color verde porque las sombras representan a militares de un gobierno que vienen a secuestrarlo. Cuando las sombras son redondeadas y rojas, corresponden a unos fans obsesionados. En ese caso, su padre asume el rol de una estrella de cine. Y cuando son negras, corresponden a delincuentes, pues en ese caso su padre es un afamado detective de la policía. 
—Me está usted pintando a mi padre, como si estuviese tan loco como algunos de los zumbaos que he visto antes ahí fuera, que no saben ni llevarse el dedo a la nariz.
—Nosotros preferimos llamarlos pacientes —contesta Victoria con seriedad.
—Déjalo, Javier —dijo Verónica antes de que su marido replicase. 
Un tenso silencio se adueña de la estancia. La doctora, como si hubiese dejado pendiente un trabajo de carácter urgente, centra su interés en la pantalla del ordenador, mientras la pareja desvía la mirada hacia los objetos y diplomas que decoran las paredes ocres del despacho. Tras unos minutos, un enfermero atraviesa la puerta junto a Ignacio. El paciente, como corresponde a los días de visita, viste de calle, con un traje azul, camisa blanca y corbata gris. Lleva unos zapatos negros y el cabello peinado con fijador. Verónica y Javier, se levantan y lo abrazan. Ignacio les devuelve el saludo con una sonrisa y brillo en los ojos. 
—Buenos días, Ignacio. ¿Cómo estas hoy? —Pregunta Victoria.
—Muy bien, gracias. Con ganas de disfrutar del día. 
—Me alegro. ¿Recuerdas lo que pasó ayer?
—No sé muy bien, no recuerdo mucho. Intento recordar, pero no consigo…—. Javier frunce el ceño y aprieta los dientes. 
—Bueno, no te preocupes, mañana seguiremos. Recuerda que para salir del Centro debes llevar la medicina contigo y tomarla después del almuerzo. 
El turismo enfiló la pendiente. La sinuosa carretera de montaña registraba bastante tráfico, la apacible temperatura invitaba a la realización de actividades al aire libre y muchos lugareños aprovechaban esos escasos días del año en que se podía estar sin excesiva ropa de abrigo. Embutido en el asiento del copiloto, Ignacio conversaba dichoso con su hijo y esposa. 
—Tengo ganas de volver a Lanzarote. Javier,  ¿Te acuerdas de ese viaje? 
—Yo era pequeño pero me acuerdo bien del coscorrón que te diste en la Cueva de los Jameos por querer ver los cangrejos blancos —Todos rieron. 
—Eran buenos tiempos —Recordó Ignacio—. Aquí es —dijo señalando un cartel que rezaba "Restaurante Asador". 
El almuerzo discurrió entre risas y buen ambiente. Desde hacía tiempo, Verónica y Javier evitaban hablar con Ignacio de su "presunta" enfermedad. Ellos nunca habían estado de acuerdo ni con el diagnóstico inicial, ni con el ingreso involuntario que acordó el psiquiatra del hospital comarcal cuando, aquella fatídica mañana, acudió Ignacio a urgencias. ¡Con qué derecho aquel medicucho diagnosticó que su padre era un peligro para sí mismo y la sociedad!, pensaba Javier. Ya tenía presentada una demanda en los juzgados y esperaba que el juez le diera la razón, y acordara de una vez por todas el alta de su padre. Ese es el motivo por el que no discutía con la doctora. ¡Sombras de colores!, la madre que la parió. Su padre solo tenía un poco de depresión, y ahora de buenas a primera, veía sombras de colores y tenía personalidad múltiple. Toda la mierda que le estaban suministrando en el Centro lo estaba empeorando a pasos agigantados, tenía que sacarlo de allí ya.
Al finalizar el almuerzo, Ignacio extrajo de un bolsillo un estuche de pastillas. 
—Papá, no te las tomes hoy. Yo te veo muy bien, y cuando te las tomas te quedas siempre como adormilado. 
—¿Verdad? Yo también siento esos síntomas, es como si no consiguiese recordar nada —contestó guardándose en el bolsillo el pastillero. 
La comida siguió con un café en la terraza y un paseo por el bosque. Luego se sentaron en el mirador del pico de la Torrecilla y, finalmente, visitaron las tiendas de un pequeño pueblo de la montaña. Estiraron el día todo lo que pudieron y más. Al atardecer, completamente fatigados, regresaron al Centro. Ignacio permanecía silencioso en el asiento oteando el paisaje a través de la ventanilla del vehículo. Con cada perfil geográfico, curva o arroyo por el que pasaban Ignacio fruncía el ceño y se masajeaba la frente. Intentaba recordar que experiencia había vivido en cada uno de esos lugares. 
Al llegar, un hombre uniformado levantó la barrera y el turismo avanzó por el camino señalado hasta la entrada. Allí aguardaban varios enfermeros.
Ignacio besó a su nuera en la mejilla. Luego abrazó a su hijo y se despidió:  
—Gracias, Javier. Eres un gran hijo. Te quiero —Javier le devolvió el abrazo mostrando una sonrisa—. Ah, una cosa más —añadió— guárdame esto, que no te vean—. Le entregó un papel doblado que Javier introdujo en el bolsillo con rapidez. 
Ignacio, desde la escalinata observa como el turismo se detiene frente a la barrera. Parece que hay un problema porque tarda mucho en levantarse. Finalmente esta se alza y el vehículo sale del centro. 
—Lo hemos conseguido —grita Ignacio dirigiéndose a los enfermeros y felicitándolos con palmadas en la espalda. Estos se miran y se encogen de hombros.
Los cuidadores acompañan a Ignacio al interior del centro, atraviesan unos pasillos silenciosos y entran en el comedor. El ruido de esta sala contrasta con el silencio del exterior. Ignacio pide permiso para ir al lavabo. Se siente desconcertado. Observa al personal sanitario, todos llevan bata blanca. Mira su indumentaria y tuerce el gesto. Entra al lavabo, abre el grifo y se moja la cara. Hay un secador de manos. Tiene unos números de serie: 34387245. Ignacio reconoce los dígitos, los ha visto antes. ¿Dónde? Se lleva la mano a la frente. Comienza a caminar en círculo por el servicio. Sabe que los ha visto, pero no consigue recordar dónde. Quizá fue… Escucha una voz tras la puerta. Apaga la luz. Bajo la puerta se refleja la claridad del pasillo, una sombra alargada parece filtrarse. Ignacio se asusta y se dirige hacia la ventana saltando al exterior. Aterriza sobre un montículo de tierra roja. Se arrastra por ella, alejándose sigiloso del ventanal donde ya se proyecta la sombra picuda y verdosa de un uniforme militar. En la oscuridad apoya las manos en el interior de una acequia. Se lanza a correr y atraviesa el césped que rodea el hospital. Al llegar a la valla perimetral se detiene y mira hacia atrás. No ha conseguido engañar a las sombras verdes. Están muy cerca. No sabe qué hacer. Ve el cobertizo del jardinero y corre hacia él. Piensa que es muy raro que la cerradura esté forzada, como si alguien antes que él ya lo hubiera abierto de una patada. Escucha un ruido estridente y cierra la puerta. Ahora todo es silencio. Reina la oscuridad en el interior del cobertizo. 
Ignacio Calzeta presiente que va a morir. 
Se mira las manos. Están sucias y mojadas. Impregnadas de una tierra arcillosa y húmeda. Nota como tiemblan. Se las frota sobre los brazos con energía. Intenta desentumecerlas, serenarlas. Comienza a tiritar. No puede controlarse. El pánico le paraliza las piernas, de nada sirve correr más. Debe encontrar un escondite. Un lugar donde refugiarse. Debe despistar el peligro. Si lo consigue, es probable que la humanidad tenga una oportunidad. Si no…

Javier Calzeta detiene el coche junto al arcén, tras rebasar los contornos de los límites del hospital. Extrae el papel que su padre le entregó a escondidas de los enfermeros, lo desdobla y lee unas palabras desordenadas junto a una fórmula incoherente: "Esconde la formula, la humanidad depende de ti". 

Javier arroja el papel por la ventana y explota en un mar de lágrimas y sollozos.  

3 comentarios:

  1. Me encanta como consigues envolvernos en el relato.
    Otra gran historia.

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