(Nota: La leyenda que se transcribe es la primera versión escrita. La versión que obtuvo el 1º accésit en el certamen convocado por la aventura de escribir, es algo mas reducida que la original, dado que las bases limitaban la extensión a 4 folios. He querido publicar la original a fin de apreciar todos los detalles y descripciones que tuve que suprimir por cumplimiento de las bases)
Las lágrimas de Narú
Era la aldea de Narú, una villa habitada en su gran mayoría por humildes pescadores, esforzados artesanos y cándidos vendedores que organizados en tornos a una sociedad cooperativa sobrevivían en armonía y felicidad. Todas las casas, erigidas usando los materiales de la tierra, mezclando adobe, arcilla y cañas perfilaban una línea recta a lo largo de la costa sur, organizadas en dos calle paralelas, una detrás de otra, aunque a distintas cotas de altura. Las calles desembocaban en el cementerio de las conchas y caracolas marinas, y detrás de este, el monte Orbigan se alzaba imponente y majestuoso, abrigando al pueblo y cobijándolo de los fuertes vientos invernales.
En el extremo más alejado del cementerio, vivían Mizo y Pitra, un matrimonio ideal, una pareja de extraordinaria belleza física y espiritual dotados de grandes virtudes. Mizo, era un hombre de anchos hombros, piel tostada y oscuro cabello. Tenía unos brazos musculosos, acostumbrados desde bien joven a remar a dos brazos, y a faenar en el mar, lanzando y recogiendo redes y aparejos de pesca. Practicaba también la pesca submarina, hasta el punto de que no había nadie en Narú, que pudiera igualarle en la técnica y captura de moluscos. El rostro de Pitra, de facciones proporcionadas, radiaba por doquier dulzura y bondad. Su pelo, negro azabache caía liso por su espalda, hasta la cintura. Solía llevarlo recogido en dos coletas, bamboleándose a su paso, como dos lazos mecidos por la suave brisa. Ambos formaban un matrimonio respetado y admirado por su comunidad. Todos los habitantes de Narú, sentían simpatía y amor por Mizo y Pitra, y al mismo tiempo, todos se compadecían de su desdicha, pues la pareja no había conseguido tener hijos. Se rumoreaba que los dioses habrían querido vengarse de dos seres dotados de tantas virtudes, secándoles el cuerpo y condenándolos a la infertilidad.
Esa era la mayor pena de Pitra. Diariamente, durante más de ocho años estuvo preguntándose: ¿Por qué ellos? ¿Por qué la naturaleza los castigaba de esta forma tan cruenta? ¿Qué pecados tan horribles habían realizado para sufrir tal desdicha? Un día, por fin, decidió peregrinar a la cima del monte Orbigan y escuchar la voz de sus ancestros, aquellos que vigilaban desde tiempos inmemoriales la aldea de Narú. Durante 13 días y 13 noches estuvo Pitra rezando en las cuevas situadas al pie de la cima del monte Orbigan, alimentándose únicamente de agua y algunas raíces de yuca. Por fin, la mañana del décimo cuarto día regresó Pitra a la aldea. Todos los vecinos la recibieron expectantes aguardando noticias, pero ella no dijo nada, no emitió ni una sola palabra, ningún sonido o señal. Arrastrando los pies, con lentitud se dirigió a su vivienda y se encerró en ella.
A la mañana siguiente Pitra acompañó a pescar a Mizo. Ambos embarcaron con las primeras luces del alba y se dirigieron al espigón de las ánimas, junto a los corales. Allí, ella le relató las enseñanzas de los ancestros:
—Debemos pedírselo al mar.
—¿Cómo? —preguntó Mizo.
Pitra cogió un afilado cuchillo y se rasgó la palma de la mano hasta obtener un hilo de sangre. Luego hizo lo mismo en la mano de Mizo. Tomó seguidamente una caracola y vertió en el interior unas gotas de la sangre de los dos. Con lentitud, musitó en voz baja una plegaria y arrojó por la cubierta la caracola, al fondo de la barrera coralina. Luego, en un apacible silencio, solo roto por los graznidos de la gaviotas, comenzaron a faenar.
Cinco meses más tarde, al atardecer, bajo la luz de un cielo anaranjado, se encontraba Pitra junto a la orilla aguardando a que en el horizonte se dibujara los contornos de la barca de Mizo. En ese momento, oyó un llanto lejano. Era un quejido suave, nada asustado. Aguzó el oído y miró en derredor. ¿Qué era? Registró el esqueleto de una barca naufragada que languidecía en la arena de la playa, pero infructuosamente nada encontró. Otra vez oyó el llanto. Mas nítido, más cerca. Y entonces descubrió en medio del mar, cerca ya de la orilla, meciéndose al compás de las corrientes, la figura de una gran concha. Con rapidez, se adentró en el mar. El llanto se oía cada vez más cerca. Y llegó hasta ella. En el interior del caparacho, encontró un bebé desnudo. Tenía la piel rosada y unos extraños lunares en el cuello. Tenía los ojos muy abiertos. Cuando el bebé vio el rostro de Pitra, sonrió abriendo la boca y estiró los brazos. Pitra, con el rostro inundado de lágrimas lo cogió y lo apretó contra su pecho.
Una hora más tarde Mizo arribó en la orilla de la playa. Había sido una buena tarde, fructífera. Llevaba repleto de pescados dos grandes cubos, suficientes para alimentarlos durante una semana y vender el excedente. Podría comprar una botella de agua anís o una pulsera para Pitra. Ávido de compartir la buena suerte con su esposa, se extrañó al no verla en la playa. Todas las tardes venía recibirlo, por lo que su ausencia lo angustió. Corrió hacia la cabaña. Era ya casi de noche, y las calles de Narú estaban desiertas y oscuras. Al alcanzar la puerta, creyó oír a Pitra cantar una canción infantil. ¿Cuánto tiempo llevaba sin cantar? Recordó, cómo cuando siendo jóvenes, recién casados, ella preparaba el desayuno recitando las notas populares de viejos clásicos. ¡Hacía tanto tiempo! ¡Qué voz tan dulce! Con lentitud abrió la puerta. La chimenea estaba encendida y Pitra caminaba alrededor de la sala sosteniendo en sus brazos un bebé. Mizo se quedó paralizado, absorto miraba la pequeña criatura que le devolvía la mirada dibujando una amplia sonrisa.
—Los dioses nos han escuchado —dijo Pitra.
—¿Ten…, te…, tengo un hijo? —consiguió preguntar.
Ella rió. Y entregándole la criatura, le contestó.
—No. Una hija.
La llegada de la hija del mar, como así la describían los habitantes de Narú, fue como una bendición para la aldea. Acompañada de buenos presagios, Mirzena, que así llamaron al bebé, trajo consigo las mejores temporadas de pesca. Innumerables ejemplares de peces, crustáceos, erizos, moluscos… comenzaron a poblar la barrera de coral y todas sus rocas y espigones adyacentes. La riqueza del fondo submarino pronto revitalizó la economía de la isla, que comenzó a recibir visitas de turistas y comerciantes ávidos de conseguir acumular materia prima y tesoros. Los pescadores se lanzaron a la mar, y cada noche regresaban con las barcas repletas de especies marinas. Más especies de las que necesitaban consumir, más incluso de las que podían almacenar.
Mientras tanto, Mirzena crecía feliz. Era una niña sana, de una belleza extraordinaria. Tenía un enorme parecido con su madre: sus ojos, su nariz, su boca eran prácticamente calcados. Compartían igualmente las mismas virtudes, Mirzena poseía una voz dulce y melodiosa, que inspiraba serenidad, calma, buena dicha. Tenía el don de la gratitud y la generosidad, siempre veía el lado bueno de las cosas y nunca se negaba a compartir. Todas las tardes, madre e hija caminaban abrazadas por la arena del mar, y aguardaban allí donde Pitra descubrió la concha nido, a que los contornos de la barca de Mizo apareciese en el horizonte. Cuando se dibujaba su figura, ambas sonreían y comenzaban a cantar las canciones populares de la isla que tanto le gustaban a él. El sonido de sus voces se deslizaba por el mar hasta llegar a la barca de Mizo. Es entonces cuando los brazos del viejo pescador remaban siguiendo el compás de las notas. Las voces de Pitra y Mirzena eran para Mizo como vitaminas extras, unas dosis de energía que le embargaban de dicha y felicidad. A diferencia del resto del pueblo, él nunca pescaba más de lo estrictamente necesario. Durante todo el día intentaba capturar las mejores especies. Solo los mejores ejemplares. Una cena para agasajar a las dos personas que mas quiso en su vida. Su hija y su mujer.
Pero quiso nuevamente el destino ser vengativo y no permitir más de felicidad.
El día que Mirzena cumplió catorce años, Mizo y Pitra salieron muy temprano a faenar. Su idea era desplazarse hasta el espigón de las ánimas y mientras Pitra mantenía controlada la barca, Mizo bucearía para buscar la perla más grande y bonita que existiese en la barrera de corales. Un regalo para su amada hija. Y así fue, pero con tan mala fortuna que justo cuando el viejo pescador fondeaba el suelo marino, en escasos segundos se desató una terrible tormenta. El mar agitado zarandeó la embarcación a que a duras penas conseguía mantenerse a flote. Mizo consiguió salir a la superficie y subir a la embarcación, solo para abrazarse a su esposa y rezar. Segundos más tarde, un viento huracanado alzó la embarcación y la aplastó contra las rocas. Ambos murieron en el acto.
La noticia fue recibida en la aldea de Narú con incredulidad. ¿Por qué se adentraron en el espigón?, se preguntaban todos. Mirzena creía saber la razón. Dejó de cantar, de reír, de hablar. Su rostro adquirió un tono blanco y sus expresiones antaño risueñas, ahora eran un mar de tristeza. Una pesadumbre que todas las tardes arrastraba por la arena de la playa, hasta el lugar donde solía sentarse con su madre, el lugar donde nació, porque para ella, el momento de su nacimiento fue aquel cálido abrazo con el que Pitra la estrujó contra su pecho.
El mismo día del accidente, ocurrió un hecho extraño y asombroso. Los peces desaparecieron. Las primeras semanas fue un acontecimiento sin importancia, raro, pero al fin y al cabo, posible tras una cruenta tormenta. Todo el mundo poseía excedentes y nadie le dio mucha importancia, pero conforme fueron acabándose las reservas la inquietud se apoderó del poblado. Nadie entendía porque ningún pez picaba el anzuelo, ni porqué las redes se recogían desiertas. ¿Que estaba ocurriendo? Los pescadores se sumergieron en las profundidades de la barrera de coral y no encontraban ninguna especie. ¿Y los moluscos? ¿Y las estrellas de mar? Todo parecía haber desaparecido. Sólo, los corales y las plantas como si fuesen un desierto de colores se mecían al run run de las corrientes.
Cuatro meses después, la desesperación se adueñó de los buenos habitantes de Narú. Los niños pasaban hambre y los padres impotentes solo podían lamentarse y rezar. Se presumía el final de la aldea. Mirzena, contemplaba todo ello, con profunda tristeza. Aquella noche, decidió repetir los pasos de su madre. Peregrinó al monte Orbigan, y tras 13 días y 13 noches regresó a la aldea. Como quince años antes, todos los habitantes la recibieron expectantes, pero ella nada dijo, en silencio, arrastró los pies hasta su cabaña y se encerró en ella. A la mañana siguiente despertó al alba y encaminó sus pasos al cementerio de la conchas. Allí, donde existían montañas y montañas de conchas marinas vacías. Mirzena ascendió hasta el punto más alto y pensó en sus padres Mizo y Pitra. Lentamente, evocando la dulzura del rostro de su madre y la bondad de su padre, de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas. La hija del mar, comenzó a llorar y llorar, llorar y llorar. Durante dos días y dos noches lloró sobre las conchas. Todos los caparazones quedaron mojados por las lágrimas de Mirzena. Lloró tantísimo que al tercer día su cuerpo se secó y murió.
El día de su muerte, el mar reclamando el cuerpo de su hija, se agitó con violencia y una enorme ola se batió sobre el cementerio de la conchas atrapando el cuerpo de Mirzena y los caparazones vacíos. El cementerio quedó plano, expedito. Tras recuperar el cuerpo, el mar recuperó la calma, irradiando un extraño color naranja.
Al día siguiente un pescador se aventuró al mar. Nada mas recoger el primer aparejo capturó varios moluscos. Con ansiedad los abrió usando una navaja. Los mismos estaban revestidos de carne y vida. Una vida devuelta por la lágrimas de Mirzena. Unas conchas y caracolas que el mar obtuvo vacías y devolvía llenas. El pescador gritó de jubilo.
Desde aquel día, y siglos después cuentan los habitantes de Narú que cuando el mar agita enfurecido las aguas, batiendo oleajes de espuma blanca y retorciéndose en salvajes corrientes, es el espíritu de Mirzena, la hija de Mizo y Pitra, en afanada y cruenta lid contra los dioses de la profundidades del océano que vienen a castigar a los habitantes de la aldea por conquistar del mar más de lo que necesitan o demandan. Es entonces, cuando todos los lugareños peregrinan prestos al monte de las conchas y ofrecen a Mirzena aquello que ella en su día les ofreció y que les salvó de la muerte: Sus lágrimas.
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