El jersey
2º Premio XIX Certamen literario Vigía de la costa
2º Premio XIX Certamen literario Vigía de la costa
1.- Lana
Llegaste junto a la primera nevada de noviembre. Un manto blanco envolvía el recinto dibujando la imagen de una postal invernal. A través del ventanal acristalado de la biblioteca, te vi arrastrar los pies por el camino adoquinado que serpentea entre los espacios recreativos y las zonas ajardinadas. Tenías los ojos tristes y la mirada apagada, sin luz, vencida y humillada. Ibas ataviado con una camiseta raída de mangas cortas, un pantalón de chándal descolorido y unas ajadas zapatillas de deporte. Tiritabas de frío, con los brazos en cruz sobre el pecho y la cabeza descendida. Calculé que aproximadamente tendrías mi edad, trece años. Como siempre ocurría cuando un chico nuevo llegaba el grupo al completo abandonamos nuestras lecturas y corrimos hacia la puerta de entrada. Javier, el técnico bibliotecario, nos persiguió a través del pasillo. Era un esfuerzo inútil, las tradiciones se imponían sobre cualquier reglamento. Cuando un chico nuevo aparecía en la residencia, era obligación de los veteranos recibirle y dispensarle una cálida acogida. Los que no han estado en nuestra situación no pueden comprenderlo, pero nosotros sí, nosotros sabíamos lo que era el desamparo, la desconfianza, el miedo. Sin conocernos, empatizábamos mental y afectivamente unos con otros, identificábamos el estado de ánimo, y con nuestra mirada, con nuestros gestos, ofrecíamos nuestra complicidad y apoyo incondicional.
Cuando cruzaste la puerta y te contemplé, sentí mi corazón romperse en mil pedazos. Temblabas de pies a cabeza, los labios tan morados como una flor malva en primavera, y el cabello sucio y cortado con trazos desiguales y amorfos. Tenías la piel morena, plagada de huellas violáceas, laceraciones y cortes sin cicatrizar. Diminutos círculos tatuados con el fuego de un cigarrillo asesino inundaban la extensión de tus brazos. Apenas podías levantar la mirada, tus ojos pesaban como si fuesen de plomo. A tu lado, los monitores te rodeaban por la cintura con el brazo extendido, como si temiesen que desfallecieras. Parecías como una madeja de lana empaquetada, blanda y delicada.
Me acerqué a ti, y coloqué la palma de mi mano sobre tu antebrazo. Estaba frío y tembloroso. Tú me miraste, tenías las pupilas dilatadas y una expresión confundida en el rostro. Los monitores te acompañaron a la habitación y yo quedé allí, quieta, con una sensación agridulce.
2.- Agujas
Jamás podré olvidar tu primera noche. Tus gritos desesperados y los lamentos asustados rebotaban en las paredes de la residencia y se propagaban por el pasillo inundando las estancias de impotencia y desasosiego. Nadie dijo nada, nadie se quejó, nadie protestó. ¿Quién iba a hacerlo? Todas habíamos tenido nuestra primera noche. La desconfianza interiorizada hacia lo desconocido, el terror al daño físico, las pesadillas de palizas y quemaduras que la mente revivía con pesadumbre y altas dosis de realidad. Una noche muy larga, una noche eterna.
No te vi al día siguiente, ni al otro, ni te vería al menos en una semana. Era el protocolo: primero estudio, segundo, fase de adaptación y finalmente reinserción. Te imaginé en la consulta del psicólogo del centro, en silencio. Debatiéndote si contar a ese desconocido, que te hablaba con voz dulce y protectora, los sufrimientos que tu mente arrastraba y que tu cuerpo mostraba. Tú no querías escuchar esas preguntas, tú no querías contestar esas preguntas.
Te designaron a mí. Todo recién llegado al centro era asignado a un veterano como un plus medicinal a la terapia de adaptación. Alguien en la administración pensó que la aclimatación al nuevo hogar funcionaba mejor si un residente, un igual, actuaba como guía espiritual y apoyo físico. Recuerdo caminar junto a ti por las dependencias del centro: la biblioteca, la ludoteca, el comedor, el jardín…. Te mostré, como si fuesen cuadros del mismísimo Picasso los dibujos garabateados y rubricados por los niños, que decoraban las paredes de las aulas. Yo no cesaba de hablar y señalar: aquí leemos, allí jugamos, en aquella habitación vemos la televisión, y mientras tú asentías con leves movimientos de cabeza, mudo, impasible, como si nada de aquello te importase. Y estoy segura de que era así.
Te acompañé al gimnasio, donde un grupo de siete niños jugaba al fútbol repartidos en dos equipos de tres jugadores cada uno. El sobrante defendía una portería improvisada con dos conos de tráfico que hacían las veces de postes. Por primera vez, aquella mañana, te vi sonreír, y tus pupilas brillaron, casi de forma imperceptible. Yo me percaté de ello y, con una insolente voz, te dije que si preferías el fútbol te quedases allí. Tú me dirigiste una mirada fría, profunda, y como una aguja que atraviesa un retazo de tela, me respondiste indiferente: «Yo no te he pedido nada», luego giraste sobre tus talones y huiste de allí.
3.- Coderas y Patrones.
Durante las siguientes semanas noté que me rehuías. Cuando coincidíamos en un mismo espacio o ambiente siempre encontrabas una excusa para alejarte de mí. No sabía si me odiabas, me evitabas o me temías. Yo era una veterana, ocho años en el centro, y me desenvolvía en él con la confianza que da el tiempo y…, la resignación. Desde hacía años había abandonado la idea de ser adoptada o acogida, aquel centro era mi casa, y como tal, actuaba. Quizá esa exhibición de seguridad te acongojaba, o quizá simplemente me eludías porque no deseabas mi amistad. No lo sé, y nunca llegué a preguntártelo. Rememorar tus primeras semanas atormentaba mi ánimo cuando pensaba en cómo podría afectarte. Evité deliberadamente esa conversación. Luego, años después, ¿para qué? ¿Para abrir unas heridas que ya habían sanado y cicatrizado?
Todo cambió el día de la excursión a Córdoba. Ambos llegamos tarde al autobús. Evoco tu pertinaz oposición a embarcarte en aquel viaje, sentado sobre una silla escolar y aferrado al pupitre. «Que no, que no voy», decías con las mejillas coloradas y los labios torcidos. Y los monitores seduciéndote con promesas de diversión. Y tú, terco como una mula, «que no, que no voy». Yo, como delegada del grupo, te contemplaba desde el quicio de la puerta, enfurruñada, ansiosa, indignada por tu enquistada posición obtusa. Sólo cuando te dijeron que, quizás, si teníamos tiempo visitaríamos el campo de fútbol, cediste. Lo cierto es, que por tu cabezonería te viste obligado a compartir asiento conmigo, pues cuando llegamos al autobús únicamente quedaban dos asientos libres, en la primera fila, como siempre ocurría.
Ajenos a la algarabía y los cánticos que se propagaban desde la cola del autocar, y tras quince minutos de viaje en silencio, me dirigiste la palabra. Fue sólo una frase simple, insustancial: «¿Sabes si tardaremos mucho en llegar?». «Dos horas más o menos», contesté yo. Una pregunta banal, anodina, y sin embargo, ¡fue tan importante! Mas sabía yo que a ti te importaba poco el tiempo que invirtiéramos en llegar, te salió de dentro, de las entrañas, no la pudiste controlar. Querías romper tu mudez, tu aislamiento, y como una codera que oculta un descosido, con esa frase colocaste un primer apósito sobre tus profundas heridas.
Siguieron varios comentarios fútiles, casi siempre relacionados con algún punto del paisaje que oteábamos desde nuestro asiento. A la altura del municipio de Antequera elevándose altiva en el valle, una roca de piedra caliza con forma de cabeza de indio tumbada, captó tu atención.
—¿Has visto eso? —me preguntaste señalándola.
—Sí, es la peña de los enamorados —te contesté—. ¿No conoces la historia?
—No ―Y como yo guardé un deliberado silencio, añadiste:
—¿Quieres contármela? —Sonreí, y mirándote a los ojos, comencé mi exposición.
Te narré con detalle la leyenda de Tagzona y Tello. De cómo el amor prohibido entre aquella bella princesa mora, hija del alcaide de Archidona, y el joven apuesto caballero cristiano, cristalizó en un suicidio tan trágico como romántico. De cómo planearon la fuga de las mazmorras donde Tello cumplía prisión, y de cómo en su huida, rodeados por los ejércitos musulmanes y cristianos, antes de verse separados, decidieron escalar la montaña y sellar su amor arrojándose al vacío.
—¿Y qué paso después? —me preguntaste con curiosidad.
Noté en el tono de tu voz, en tu mirada, la emoción que te embargaba. Probablemente, nunca nadie se había sentado a contarte una historia, a leerte un cuento. Y como una mustia planta que renace de un tallo herido recibiendo agua limpia, luz solar y esmerados cuidados, en aquel viaje, brotaste de tus raíces con fuerza, agarrándote a la tierra. Algo en tu interior se movió, comenzaste a comprender que ninguno de los que estábamos allí quería hacerte daño, que todos anhelábamos ser felices, que nos cuidábamos los unos de los otros como una familia de verdad. Primero fueron conversaciones superficiales, luego algunas bromas inocentes, al final del día te vi reír abrazado a un chico. Yo sonreí al verte, y por un momento, me sentí celosa de aquel chico que zarandeabas, empero, mis celos se esfumaron tan rápido como habían llegado, cuando al subir al autocar driblaste a los niños y me buscaste para sentarte junto a mí. Me sentí emocionada, y agasajada con tu gesto. En el trayecto de vuelta no dejaste de hablar, contándome con numerosos detalles las anécdotas del día, los juegos… Incluso quisiste sorprenderme narrándome la historia del príncipe Boabdil en la rendición de Granada que un monitor te había contado. Yo me hice la sorprendida y te escuché en silencio, aun cuando conocía la historia sobradamente.
Llegamos a la residencia de noche, físicamente exhaustos, hambrientos, pero radiantes de dicha. Tú, emocionado, anhelabas una nueva excursión, una nueva actividad. Estoy convencida de que aquella noche, cuando te retiraste a tu habitación y te desplomaste sobre el lecho, arrinconaste el pasado en un desván oscuro de tu cerebro, luego cerraste la puerta y pusiste un candado, y como una costurera que diseña modelos, comenzaste a configurar los nuevos patrones de tu futuro. Me gustaría pensar que aquella noche, que empezaste una nueva vida, soñaste conmigo.
4.- Cinta métrica.
Entre nosotros surgió una estrecha amistad. ¿Amistad? No. Amor, en letras mayúsculas. Recuerdo cada hora, cada minuto que estuvimos juntos. Cuando terminaban las clases y me buscabas por el patio para compartir conmigo todo lo que te había ocurrido ese día. Nos sentábamos en aquel banco de madera pintada en verde del que hicimos nuestro refugio. Allí, podía sentir tu mirada dulce, contemplar esos ojos turquesa brillar, tan despiertos y vívidos. Percibir tu singular olor, notar el tacto suave de tus manos, cuando inocentemente se posaban sobre mis hombros o mis muslos, y que tenía la facultad de estremecer todo mi cuerpo. Escuchar los matices de tú voz, serena y repleta de confianza. Me tranquilizaba, me reconfortaba…, ¡Me enamoraba!
Recuerdo nuestro primer beso. ¡Cómo podría olvidarlo! Fue la tarde de las visitas, cuando familias y voluntarios de asociaciones se allegaban al centro. ¡Cómo disfrutábamos esos días! Nos traían regalos, sonrisas, cuentos y cariño, mucho cariño. Nos abrazaban, nos hablaban con dulzura, nos hacían comprender que nosotros no éramos culpables de nuestra situación, que no éramos bichos raros de la sociedad. Habías pasado el tiempo con Alberto, Julia y su hijo Andrés, que tenía un año menos que tú. Cuando se fueron, como siempre ocurría, te quedaste cabizbajo, triste. Te acercaste a mí, y me susurraste que nunca tendrías una familia. Yo, coloque mis manos sobre tus piernas e intenté consolarte.
—Al menos tienes a alguien que te quiere. Yo no tengo a nadie.
—Eso no es verdad —me contestaste.
De repente intercambiamos nuestros roles, tú extrajiste fuerzas y energías, yo hundí mi rostro y comencé a llorar. Entonces, cogiste mi mano y la emparedaste entre las tuyas. Estaban calientes. Las deslizabas con suavidad, acariciándome con lentitud, como si estuvieses midiendo sus dimensiones con una cinta. Luego me levantaste la barbilla obligándome a mirarte. Yo intenté zafarme, no conseguía mantener tu mirada, pero tú me persuadiste con esa seguridad que mostrabas en tu voz y en tus gestos.
—Me tienes a mí —Cerraste los ojos y me besaste, despacio, con suavidad.
Mis labios permanecían inmóviles, extrañados. Insististe, manteniendo tu rostro a unos escasos cinco centímetros del mío. Podía escuchar tu pausada respiración, tu corazón latir. Sentir la seguridad que me infundían tus brazos cuando me rodeaban la espalda y me abrazaban. Algo se agitó en mi interior, mi cuerpo reaccionó y despertó de su aletargamiento, y mi mente encontró el camino que buscaba, el que quería. Te devolví el beso, con pasión, con todo mi amor.
5.- Papel y lápiz.
Cuatro años después de tu llegada, al cumplir los diecisiete, abandonaste el centro. Recuerdo el día de nuestra despedida como uno de los peores de toda mi vida. Javier y Julia te acogieron en su familia como si fueses uno más. Cuando te fuiste, descendí en caída libre al fondo de un oscuro pozo. Creía que no podría soportar un solo minuto más en el centro, aquellas paredes que durante doce años amé, que me refugiaban y proporcionaban seguridad, de pronto me parecían frías, como jaulas de cemento. Me sumí en un estado de ánimo de constante tristeza, ya no quería jugar, no quería leer, no quería hacer nada. Hasta el día que llegó tu carta. ¡Oh, Dios mío! Todos los monitores estaban preocupados por mi estado, así que cuando el cartero entregó la correspondencia del día, y Juan el conserje vio que una de las misivas estaba dirigida a mí, y remitida por ti, no lo dudo un solo instante, y saltándose todas las reglas de horarios interrumpió la clase y la situó enfrente de mí, en el pupitre, bocabajo, para que yo leyese tu nombre. Con el corazón latiéndome de forma incontrolada, la guardé en el bolsillo del chaquetón, no era el sitio, ni el momento para leerla.
La mañana se me hizo muy larga, eterna. Sentada en nuestro banco, con manos temblorosas, pero fijando especial cuidado en no romper el sobre, rasgué la parte superior. En el interior, había un folio verde claro doblado en tres pliegues, y una foto. En ella, montabas sobre un ciclomotor estacionado en la que supuse era la puerta de tu nuevo hogar. Lucías el pelo más corto y una sonrisa de oreja a oreja. ¡Oh, estabas tan guapo! Deseé tenerte cerca, sentir tu olor, empaparme del contacto de tus manos.
Abrí el papel desplegando la carta. Leí la primera frase y comencé a llorar como una niña pequeña, y ya no pude parar, no quise parar, hasta que llegué al punto final:
A mí amada Tagzona:
Querida Andrea, cuento con ansiedad los días que faltan hasta el sábado, el día de las visitas. ¿Acaso creías que me olvidaría de ti? ¿Acaso creías que no nos volveríamos a ver? Nada en el mundo podría impedirme ir a verte. Nada en el mundo, me separaría de ti. No veo el momento de rodearte con mis brazos y de besarte. Sentarme en nuestro banco verde y contarte todas las cosas maravillosas que me están sucediendo. Y los planes, porque tengo muchos planes de futuro, y en todos ellos, estás tú, porque sin ti no quiero ir a ningún lado.
Con todo mi amor,
Tu caballero andante, Tello.
6.- Alfileres.
El sábado amaneció un día soleado. Me desperté temprano, con los primeros halos de claridad, apenas pude conciliar el sueño en toda la noche. En el desayuno solo tomé un cola-cao, mi estómago empequeñeció y fui incapaz de ingerir nada sólido. Abandoné el comedor cuando el resto de niños comenzaba a levantarse. ¡Tenía tantas cosas que hacer! Seleccioné un pantalón vaquero, azul marino, entubado y con el tiro bajo, una camiseta blanca con el rostro de Marilyn Monroe en el pecho y un cardigans también azul. Me peiné y despeiné diez veces, de ninguna forma me veía guapa. Comencé a agobiarme, y por un momento, por mi cabeza cruzó el pensamiento de encerrarme en la habitación y no salir a recibirte. Al final me recogí el cabello con unas horquillas. ¡Qué desastre! Me pinté los ojos y los labios de un color suave, casi transparente. ¡El resultado iba a peor! Me senté sobre el filo de la cama y comencé a llorar. Las lágrimas diluyeron la pintura, y unas líneas emborronadas descendieron por mis mejillas. ¿Qué podría salir peor? Los zapatos. Ninguno iba a juego, ninguno me gustaba. Quise morirme. Al final, me armé de valor, me calcé unas botas negras, me arreglé la cara y salí dubitativa al patio.
Las primeras visitas aparecieron a las diez en punto. Yo los conocía a todos, y ellos a mí. Estaban acostumbrados a mi presencia, era la chica de más edad del centro. A lo largo de la mañana, las familias continuaron desfilando. Entre la multitud, buscaba tu rostro, pero no te hallaba, y mis nervios, a cada instante, se agitaban más y más. A las dos de la tarde se cerraron las puertas. Yo permanecí junto a Juan, el conserje, quien intentaba animarme diciéndome que probablemente no hubieses podido venir, que te habría surgido algo. Yo contestaba con monosílabos y falsas sonrisas, diciendo que sí, que seguro que te había pasado algo, pero en mi interior una sensación desazonadora se abría camino desterrando cualquier pensamiento positivo. Regresé apesadumbrada a mi habitación, me desvestí y me tumbé sobre la cama. El sueño me venció.
No puedo decirte cuánto dormí, solo recuerdo una mano que me zarandeaba con delicadeza el hombro. Era el director del centro.
—Andrea, Pedro ha sufrido un accidente de tráfico. Está muy mal, no saben si sobrevivirá —me dijo, intentando consolarme con un abrazo.
De pronto mi cuerpo comenzó a temblar, el pecho se oprimió, el aire no llegaba a mis pulmones y como si un centenar de alfileres afilados se clavasen en mi corazón, sentí un profundo dolor.
7.- Costura.
Selecciono dos madejas de lana, una blanca y otra gris. Son blandas y delicadas, como eras tú el día que atravesaste la puerta del centro. Deshago el nudo y agarro el extremo de una hebra. Luego, cojo las agujas, alargadas y puntiagudas, en apariencia tan punzantes como tus primeros comentarios en el centro. Realizo una cadeneta con la lana en la punta de la aguja y la deslizo por ella. Repito la operación, una tras otra, hasta que la superficie metálica queda oculta bajo la blanca lana. Ya no la siento fría, es una capa que arrincona el grisáceo de la aguja, como cuando tú comenzaste a desprenderte de los malos recuerdos. Tejo una hilera, y luego otra, entrelazándolas en forma de rombos. El tejido comienza a tomar cuerpo, lo estiro y la lana ya no es frágil, adquiere una forma resistente, unida. Entremezclo los colores, como metáfora de tus dos vidas. Miro el patrón que he diseñado dibujando a escala tu cuerpo en la parte de atrás del folio verde donde me escribiste aquella carta que me colmó de felicidad. Alargo las puntadas, una y otra vez, a un ritmo constante, hasta que el jersey cobra vida. Agarro la cinta métrica y mido las mangas, largas y anchas como tus brazos, aquellos que me abrazaban y me hacían sentir segura. Retiro del costurero los alfileres, no los quiero ni ver, son los mismos que atravesaron inmisericordes mi corazón y cojo unas coderas de algodón blanco. Las palpo entre mis manos. ¡Son tan perfectas!, siempre dispuestas a cubrir descosidos y agujeros.
Salgo del centro. Siento una sensación extraña. Me despido de Juan en la puerta y tomo un autobús urbano. Llevo conmigo una bolsa de El Corte Inglés. El trayecto es largo, pero no tengo prisa, la abandoné el día de tu accidente. Desciendo del transporte público y entro con pasos decididos al edificio. Saludo a las chicas de recepción y a las limpiadoras. Tomo el ascensor hasta la cuarta planta. Avanzo por el largo pasillo. Entro despacio y con sigilo en la habitación 305, no quiero despertarte, pero te encuentro de pie, mirando por la ventana el despejado cielo. Te giras y me sonríes, tras un mes en la UCI, y dos en planta, hoy te dan definitivamente el alta. Me acerco y te beso. No me canso de tus besos, son tan húmedos, tan sinceros.
—¿Me quieres? —me preguntas.
Yo te miro y sonrío. Te ayudo a desvestirte y te quito esa horrible bata verde abierta por la espalda que llevas desde hace tres meses. Saco de la bolsa un jersey blanco y gris, y te lo deslizo por tu cabeza, rogando que tu cuerpo sienta todo mi amor. Luego, miro tus ojos del azul turquesa mar, que esa mañana parecen brillar más que nunca, coloco con suavidad mis manos sobre tus mejillas, y te digo:
—Más que a nada en el mundo.
Conmoverdor relato. Todo ternura y, sobretodo, irradiando positivismo y optimismo
ResponderEliminarMuchas gracias, Salvador. Me alegro que te hay gustado.
EliminarSiempre genial, como vas trasladándome a ese mundo que en este caso vas tejiendo como si de un vestido hecho a medida se tratara. Me gusta mucho el viaje que hago a través de las letras, hasta que cuando llego a los últimos párrafos, me sumerges en un deseo de saber cual puede ser el final. Magnífica Antonio, eres el mejor.
ResponderEliminarNo había visto hasta ahora el comentario, Inma. Muchísimas gracias por tu reseña y comentario. Me alegra muchísimo que te guste.
EliminarVuelvo a creer en el ser humano cuando leo cosas tan bonitas
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
ResponderEliminar