Tres gallinas, una saca de legumbres y dos arrobas de cebolla


1º Premio. XVI Concurso de Relatos Ochvada (Archidona) 


El letrado Álvaro Castillo acarició el brazo de su cliente, le guiñó un ojo y se levantó con exagerada pomposidad. Se alisó un pliegue de la toga y se acomodó el cuello. No parecía tener prisa, caminó hacia el jurado con pasos cortos, los hombros hacia atrás y el mentón erguido. Una cómplice sonrisa asomaba en la comisura de sus labios. El Juzgado se había quedado pequeño para acoger a todo el público. La totalidad de los estamentos sociales del municipio de Villa Vieja de Anayintana se encontraban representados aquella mañana. La ocasión lo merecía, era algo excepcional, que podía afectar a todos los habitantes de la villa. El juez Gordillo se frotaba los nudillos, mientras el abogado Redondo garabateaba notas sobre unos folios ahuesados que en su parte superior lucían el membrete del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. El letrado Castillo posicionó las manos sobre la barandilla que separaba al jurado del resto, y se demoró unos segundos mirando los rostros de las sietes personas que en las siguientes horas decidirían la cuestión legal que se les sometía a juicio. 

Podía sentir todas las miradas clavadas en su nuca. ¡Cuánto había esperado aquel momento!  De repente, alzó un brazo y levantó un dedo. La sala enmudeció y las palabras fluyeron como un torrente de aguas vivas: 
»De todos es sabido, desde tiempos remotos e ignotos, podríamos decir que tan lejanos como la propia fundación de la ciudad de Roma, que las deudas han de pagarse. Y que si no se pagaren, no es de extrañarse que el eventual acreedor la reclamase con ahínco y fervor, pues en su derecho estaría de demandar lo que suyo es, y de exigir cumplido el plazo pactado, a su personal elección, bien el pago del débito, bien la devolución de lo prestado. Y así lo hizo don Ignacio De Los Ríos y De La Cueva, pues aunque pudiese parecer una cosa de locos, la justicia se posicionaba de su parte. Todo esto, como decimos, es un hecho notorio, si bien en el caso que hoy aquí expongo, existen unas matizaciones que en justicia deben tenerse en cuenta, y cuando nuestros argumentos hayan oídos, comprenderán ustedes que la verdadera razón asiste a mi cliente don Fernando Villar. 
»Pudiera darse la circunstancia que entendiesen sus señorías que no es posible darle razón a mi patrocinado, pues la literalidad de la ley así lo aconsejaría, pero incluso en este caso, créanme cuando les digo que cuando hayan oído todo el caso no habrá vacilación alguna en aplicar a los consumados hechos la atenuante del desconocimiento no culpable, o incluso si me apurasen, la eximente completa. 
»Todo comenzó el octavo día del mes de septiembre del año dos mil quince. Aquel día, mi cliente, don Fernando Villar, oriundo y residente de la ciudad de Cáceres, fue citado por los abogados del ilustrísimo señor don Ignacio De Los Ríos y De La Cueva en las oficinas del notario de la villa de Villa Vieja de Anayintana para el otorgamiento de unas escrituras de compra y venta. Mi mandante, tras una vida dedicada a sus semejantes desempeñando labores de funcionariado en el más que honorable trabajo de la administración pública local, decidió adquirir un inmueble en el singular y popular municipio de Villa Vieja, de todos conocidos por su belleza, su patrimonio histórico artístico y por sus espectaculares paisajes urbanos de blancas fachadas y ventanas enrejadas. Pues, como digo, allí acudió mi cliente, con los bolsillos repletos y el corazón colmado de ilusión, dispuesto a adquirir una vivienda donde poder disfrutar de un merecido retiro. Todo transcurrió por los cauces normales en este tipo de transacciones y tras citarse a los comparecientes, describir el inmueble y fijar el precio y la forma de pago se procedió a enumerar las cargas y gravámenes que arrastraba la finca registral. Así, el ilustre notario recordó a mi cliente que sobre la citada finca pesaba una anotación antiquísima, que nos trasladaba a la baja Edad Media, cuando se fundó y pobló Villa Vieja de Anayintana por merced de nuestra majestad doña Juana, allá por el año mil quinientos ocho de Nuestro Señor. 
—Esta vivienda tiene un censo perpetuo a favor de la duquesa de Fernán Núñez —dijo el notario—. Pero no debe usted preocuparse don Fernando, pues todas las viviendas del municipio lo tienen —añadió el fedatario público restando importancia.
»Y efectivamente, mi cliente no se preocupó. ¿Para qué? ¿Un censo de la Edad Media?  ¿En qué le podía influir dicha anotación marginal? Además, todas las viviendas del municipio lo tienen igual», pensó con justo criterio en ese momento. ¡Quizá no fue lo suficientemente sensato! ¿Pecó de imprudencia, tal vez? Quizá sí. ¿Pero quién de nosotros hubiese pensado algo extraño? —preguntó a gritos el abogado Castillo dirigiéndose más a la concurrencia que al propio jurado. 
Tras unos segundos de silencio, en los que pareció evaluar todos los rostros presentes continuó su exposición: 
»El calvario de mi patrocinado comenzó cinco meses después, cuando recibió un auto  judicial mediante el cual se le notificaba una demanda de resolución contractual por el supuesto impago de unos cánones a los que venía obligado. Señores y señoras del jurado, cuando he iniciado mi humilde exposición les referí que nos encontrábamos ante unos hechos que llegué a calificar de cosa de locos. Pues bien, ahora les conmino, abusando de su sapiencia, a que juzguen por sí mismos. La demanda se fundamenta en el impago de tres gallinas, una saca de legumbres y dos arrobas de cebollas. ¡Por Sócrates, Platón y todos los filósofos! ¿No es eso una cosa de locos en el siglo XXI? Perder una vivienda por el impago de tres gallinas, una saca de legumbres y dos arrobas de cebollas. ¿Pueden ustedes imaginar el desconcierto de mi cliente cuando recibió la demanda? No es de extrañar que el primer pensamiento que cruzase su mente fuera que se tratase de una chanza urdida por gente ociosa, sin embargo, los membretes y sellos públicos del juzgado alertaban sus sentidos. Así, que lo primero que hizo fue dirigirse a las oficinas públicas de justicia y requerir al ilustre juez de Paz, que le aclarase el sentido de aquella notificación que le inundaba de inquietud y turbación.
—¡Hombre de Dios! ¿Cómo no has pagado las tres gallinas? —exclamó el juez de Paz una vez conocida la situación. 
—Pero, ¿esto es una broma? ¿En serio tengo que pagar tres gallinas?
—¡Pues claro que sí! Don Ignacio De Los Ríos y De La Cueva, nunca bromea con los negocios. ¿Acaso no sabías que es heredero de doña María del Pilar Loreto Osorio Gutiérrez de los Ríos y de la Cueva, duquesa de Fernán Núñez? 
—Pero, pero, pero…, ¡cómo voy a saber yo eso! —exclamó desconcertado mi cliente, abriendo los brazos de par en par. 
—Pues, creo que no hay nada que hacer, querido amigo. Ve a ver a nuestro alcalde, quizá él pueda ayudarte —dijo el juez de Paz consolándole.  
Y sin demorarse ni un segundo más, subió los dos pisos que separaban las oficinas del Juez de Paz de las del regidor del municipio. Quiso la casualidad que se encontrara con don Anselmo, conocido por todos los presentes aquí por ser desde hace décadas el médico-residente de la villa. 
—Don Fernando, trae usted mala cara, ¿acaso le acontece algún percance? —le preguntó con verdadero interés profesional. Pero cuando conoció el motivo que aquejaba a mi patrocinado, no pudo por más que exclamar: 
—¡Será posible! ¿Pero cómo no ha pagado las dos arrobas de cebolla? ¿No le advertí hace cuatro meses, cuando lo visité por primera vez, que plantase en su huerto dos hileras de cebollas?
—Pues… sí, pero yo creía que era porque usted es un aficionado a la agricultura. 
—No hombre, no. ¿Cómo pudo pensar eso? —preguntó el galeno enarcando las cejas—. Anda, anda, entre usted en las oficinas, y pregunte a nuestro alcalde, pues sin duda, su situación requiere más premura que mis cuitas —dijo el médico, mientras le cedía el paso con un gesto de la mano.
»D. Fernando entró en el despacho de nuestro excelentísimo alcalde, quien en ese momento se encontraba sumamente atareado cotejando unos planos urbanísticos, pues como bien conocen todos los presentes en esta sala, el proyecto de edificación de la nueva biblioteca municipal así lo requiere. 
—¡Pero si es nuestro nuevo residente! ¿Qué tal se adapta? Esto es algo distinto a Extremadura, ¿no? —preguntó el alcalde con interés. 
—Sí, señor. Créame cuando le digo que es distinto —contestó Fernando mostrando al regidor la demanda judicial. 
—¡Inaudito! ¿Tanto le costaba abonar una saca de legumbres? 
—Pero, pero…, yo no sabía nada —sollozó mi cliente, casi al borde de la desesperación.
»Algunos, de viperina y mordaz lengua, han insinuado, incluso rumoreado, que mi mandante gritó: ¡Pero qué clase de pueblo es este!, pero negamos esos hechos, por falaces e injuriosos. Fue nuestro alcalde, el que con juicioso criterio recomendó a don Fernando una defensa a la altura del grave problema que le aquejaba, una defensa ilustrada, conocedora de los usos y costumbres, de las fuentes del derecho y enciclopedia humana de jurisprudencia y doctrina, esto es, una defensa que expusiese el caso con la seriedad y clarividencia que así lo merecía, es por ello que Fernando Villar, ciudadano oriundo de Cáceres y afincado en el municipio de Villa Vieja de Anayintana, visitó mi humilde bufete de abogados. 
»Inmediatamente comprendí la naturaleza del pleito que se nos planteaba, por ello, lo primero que hice fue presentar ante la jurisdicción ordinaria, en tiempo y forma, una declinatoria pidiendo la inhibición del juez de Málaga. Este es un caso que solo compete al Tribunal Foral de Villa Vieja de Anayintana, y solo puede ser juzgado por un jurado compuesto de ciudadanos y ciudadanas de la villa. Ustedes, señores y señoras del jurado, son los únicos que pueden comprender la naturaleza del caso, profundizar hasta la raíz, juzgar la buena o mala fe. Ustedes, solo ustedes, deben decidir, si mi cliente es culpable o inocente de vulnerar nuestras ancestrales normas conseutudinarias. 
Álvaro del Castillo permaneció varios segundos en silencio, mirando los rostros de los miembros del jurado. El público comenzó a cuchichear, algunos asentían con exagerados movimientos de cabeza, otros abrían los brazos y unos pocos se encogían de hombros. Fernando Villar, con la boca abierta y las cejas levantadas, paseaba anonadado su mirada por la sala.
—El jurado puede retirarse a deliberar —exclamó el Juez, dando un martillazo sobre el estrado. 
Los siete miembros del jurado se levantaron al unísono y abandonaron la sala por una puerta lateral. Nadie se levantó, todo el mundo permaneció anclado en su sitio, inmóviles, como si estuviesen siendo inmortalizados en un retrato pictórico. Fernando, cada vez entendía menos de lo que acontecía. Diez minutos más tarde el jurado volvía a reaparecer por la misma puerta lateral que desapareció. 
—El jurado ha tomado una decisión —volvió a exclamar el juez, con otro martillazo —. Levántense. —Ordenó. Y toda la sala se puso en pie.  
El miembro más joven del jurado se posicionó en medio de la amplia estancia, desplegó un folio y comenzó a leer la resolución: 
En el día de hoy, siete de marzo del año dos mil quince, reunido el jurado del Tribunal Foral de Villa Vieja de Anayintanta, en la causa civil seguida por don Ignacio De Los Ríos y De La Cueva, contra el ciudadano don Fernando Villar, por el presunto incumplimiento contractual originado por el impago de tres gallinas, una saca de legumbres y dos arrobas de cebollas, fallamos a favor del demandado, y desestimamos la petición de resolución contractual, si bien, acordamos que esta sentencia solo tendrá validez si, en el presente año, el ciudadano Fernando cumple sus obligaciones de pago y abona la deuda. 
Los bisbiseos se propagaron por la sala de forma inmediata. Algunos negaban con tímidos gestos de cabeza, aunque la mayoría mostraba su conformidad con la sentencia. 
El presidente del jurado carraspeó y todo el mundo enmudeció. Cuando el silencio reinó nuevamente, continuó leyendo: 
Además, acordamos que Fernando Villar, deberá pagar intereses. Así, por el concepto de las gallinas deberá abonar una cesta mensual que contenga dos docenas de huevos, y por el concepto de dos arrobas de cebollas y una saca de legumbres, deberá abonar, mensualmente,  una olla guisada de lentejas.
En ese momento el público comenzó a aplaudir la sapiencia del jurado y a vitorear la equidad del veredicto. Sólo el mazo del juez consiguió acallar a una muchedumbre orgullosa de su Tribunal y de sus conciudadanos. 
—Sr Villar, ¿ha entendido con claridad el veredicto? —preguntó el Juez vocalizando lentamente las palabras. 
Fernando miró dubitativo al juez, luego a su abogado y, finalmente, al resto de los rostros que atiborraban la sala. En las caras de los presentes no halló la respuesta que buscaba. Titubeante, en voz muy baja, casi en un susurro, se atrevió a preguntar: 
—¿Tengo que echarle morcilla y chorizo a la olla de lentejas?
Tras unos segundos de silencio. Su señoría, movió la cabeza con movimientos enérgicos, y exclamó: 
—¡Pues, claro hombre! ¡Claro!



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