El último de Jareskhi






         Click. Click. Click
         Otra vez ese ruido. Ahmed siente que su cabeza va a estallar en mil pedazos. Cada día es más insoportable. Piensa que no lo podrá soportar más, que ha llegado a su límite, que allí se acaba todo. Sabe que nunca podrá escapar. ¿Por qué no se va ese maldito click? Golpea con su pequeña mano la frente y aprieta con fuerza. El dolor sigue ahí. No desaparece. ¿Por qué no huye como todo el mundo? ¿Por qué no lo deja en paz? Él solo quiere silencio, un silencio sepulcral, infinito.


         Entreabre con lentitud un ojo. Una capa de fino polvo blanco cubre todo su rostro. Es de noche. Apenas un hilo de luz lunar, casi imperceptible, se filtra por una ranura del techo y se refleja entre las angostas y oscuras paredes insinuando las formas de unos ladrillos de adobe desgastados. Un pinchazo en el hombro le obliga a enderezar el brazo. El habitáculo en el que permanece desde hace una semana es demasiado reducido, incluso para su pequeño cuerpo de ocho años. El dolor se adueña de todo su ser. Quiere dormir para no sentir dolor, para volver a sumergirse en un mar de silencio. Para no oír ese maldito click. Las piernas le tiemblan inseguras. Intenta cambiar de posición y un aguijonazo le sacude las costillas amenazando con quebrarse en diminutos fragmentos.
         Llora. Llora a causa del dolor que recorre todos sus músculos, todos sus huesos. Llora, cuando recuerda aquellas tardes de juegos a la caída del sol, antes de que cayeran las bombas, antes de que apareciesen los hombres malos. Llora al rememorar el rostro de su hermana Fátima, cubierto de sangre, rogándole ayuda mientras agotaba sus últimas bocanadas de oxígeno. Llora porque su padre esa vez no los salvó, como siempre hacía desde que nacieron, porque yacía inmóvil, sin piernas y con los brazos separados del tronco. Llora porque se siente impotente y añora a su madre. Llora, porque solo tiene 8 años. Y no quiere llorar porque no debe hacer ruido, sabe que debe guardar silencio.
         Cierra los ojos e intenta conciliar el sueño. Solo cuando duerme y encuentra el silencio más absoluto consigue paliar el terrible dolor físico y moral que padece. Evoca la mañana del fatídico día que todo lo cambió. Amaneció un día soleado, sin viento, algo insólito en Jareskhi, una pequeña ciudad habitada en su gran mayoría por agricultores, comerciantes y pastores. Nada hacía presagiar la catástrofe. Ahmed, recuerda que se despertó con mucho apetito. Su madre, Azima, tenía preparado un copioso desayuno: cuencos de leche de cabra, fruta y tortas de trigo bañadas en miel. Ahmed se acuclilla sobre una alfombra raída y comienza a dar buena cuenta del desayuno. Al morder las tortas, la miel se le desparrama por la comisura de los labios. Fátima lo contempla divertida y ríe la torpeza de su hermano pequeño. Azima, atareada en mil cosas, con el rabillo del ojo, vigila a sus hijos, mientras luce una sonrisa de satisfacción, de orgullo.
         No te entretengas que vas a llegar tarde — le dice Azima.
         Termina de desayunar, se cuelga al hombro una cartera descolorida y emprende el camino hacia la escuela. Recorre la avenida Mutazah. Le gusta el bullicio que desprende la urbe, los tratos y regateos entre comerciantes y clientes, las conversaciones ajenas, los puestos callejeros de los barberos, la mezcolanza de olores que se produce al mezclarse los efluvios de las casas de té y las tiendas de frutas.  La ciudad rezuma vida.
         Llega hasta las puertas exteriores de la mezquita y gira por la calle Rusafa. Ya puede ver la fachada de la escuela. Cree distinguir en la distancia a Azhar, a Hammed… De repente, un extraño zumbido hueco atraviesa el cielo de Jareskhi dejando una estela de humo blanco a su paso. Ahmed observa como todos los transeúntes miran el cielo. Solo durante unos segundos. Luego un silbido rasga el aire e inesperadamente un objeto impacta en la avenida Mutuzah produciendo un enorme fragor. Las ondas expansivas arrasan el perímetro y reducen a añicos las fachadas de los comercios. Una bola de fuego se alza sobre la avenida. Otro proyectil impacta en la parte sur del pueblo, junto a la sede de Justicia. Una densa nube de humo negro se extiende sobre Jareskhi. Estalla el caos: Gritos, quejidos, sangre. Los supervivientes corren despavoridos. Un tumulto incontrolado de personas, como si fuese una estampida de animales desorientados, engulle a Ahmed. Sale del alboroto a trompicones y emprende la vuelta a casa. Evita la avenida Mutazah y toma callejones secundarios. Por doquier encuentra gente extraviada. Algunos gritan buscando a seres queridos, al mismo tiempo que las bombas golpean las viviendas y las calles. Por fin, alcanza la puerta de su casa.  Allí, como si estuviese esperándolo a él, encuentra el cuerpo de su padre desmembrado. Entra en el patio. Fátima, en brazos de su madre se desangra. Extiende un brazo hacia él, rogándole ayuda, pero él no puede hacer nada. Sus piernas no le responden, están paralizadas. Su madre, entre lágrimas y angustiosos lamentos reacciona. Un instinto natural le dice que ya no puede hacer nada por Fátima y que debe poner a salvo a su hijo pequeño. Lo coge de la mano y lo arrastra hacia el interior. Entra en su habitación, aparta a un lado el catre y levanta una trampilla del suelo. En el interior hay un diminuto habitáculo de un metro de ancho y otro de altura. Es más un escondite de objetos valiosos que un refugio. Azima le ordena que se meta en él y se esconda. Obedece. Azima, se va, pero vuelve en seguida con un cubo de agua y una pistola vieja.
         Escúchame con atención. Es muy importante. Debes permanecer aquí escondido hasta que todo pase. Prométeme que no saldrás hasta que dejes de oír ruido. Si escuchas a alguien, o algo, no salgas. ¿Me has entendido? —Ahmed asiente con la cabeza.
         »Toma, aquí tienes agua. No la gastes tontamente que la puedes necesitar. Esta es la pistola del abuelo y cuatro balas. ¿Sabes cómo funciona? —Ahmed llora y niega con la cabeza—Metes las balas por aquí —señala el cargador—, luego lo cierras, apuntas, como cuando juegas con Rafat, y aprietas el gatillo.
         »Confía en mí. Estarás a salvo. —Dice Azima mientras abraza y besa a su hijo.
         Cierra la trampilla. Está oscuro pero Ahmed se siente seguro en su escondite. Los ruidos suenan más lejanos, son como una aglomeración de sonidos, una extraña y zozobrante sinfonía de instrumentos desafinados: sirenas, estallidos, voces… Cae la noche. Y durante unos breves instantes reina el silencio. Momentos fugaces. Al momento retornan las sirenas, los disparos, las bombas que arrasan la ciudad. Se acurruca. Se tapa las orejas con las manos buscando silencio, pero aun así el ruido no cesa y se filtra hasta el oído. Lo noche es interminable, desesperante. Jamás había sentido tanto miedo. Y solo cuando percibe que ha amanecido, que ha vencido a las sombras de las oscuridad, su cuerpo se relaja y el sueño le vence.    
         Las explosiones, se suceden durante tres largos días, con sus respectivas noches. Tres días de vivencias dolorosas, de sufrimiento. Cada detonación cercana afecta a la cimentación de la vivienda. Ahmed nota temblar el forjado, y como el techo del habitáculo se descascarilla y lo baña en polvo, amenazando con desplomarse y enterrarlo vivo. Quiere salir pero el ruido no cesa. El ruido no desaparece. Siente miedo. Y llora. No puede dejar de llorar.

         Por fin, al cuarto día de encerramiento deja de oír detonaciones, y gente gritando, gente llorando. El silencio se adueña de todo. Tan rápido que no da crédito. Cree que está soñando. Una bonita ilusión de la que no quiere despertar. Por primera vez en cuatro días se permite sonreír. ¡Qué placer no oír nada! ¡Qué deleite escuchar el vacío, la inexistencia! Aguza el oído intentando percibir alguna voz, y no advierte nada, ni un runrún, ni un crujido, ni un tañido. Silencio. Solo silencio. ¡Y es tan maravilloso! Siente su cuerpo relajado, en paz. Piensa en salir, pero quiere disfrutar un poco más de ese reconfortante silencio. Se acurruca un poco más y cierra los ojos. Una inocente sonrisa se dibuja en su rostro.
         Click.
         ¿Qué es ese chasquido que rompe el silencio? Cree reconocerlo, es el mismo que hacen las armas de fuego cuando se preparan para disparar, como la pistola de su abuelo. Presta atención. Alerta sus sentidos. Oye voces, son extrañas, guturales y altisonantes. Hablan en un dialecto desconocido para él, deben de ser los hombres que tiran las bombas, los hombres que han matado a su pueblo, los asesinos de su padre y hermana. Lo están buscando. Cierra el puño con fuerza y aprieta los dientes, pero hasta ese nimio gesto le duele. Se encuentra débil, sin fuerzas. No ha comido nada en tres días, solo ha ingerido agua, pero mientras los enemigos estén fuera no puede salir, debe esperar otro día más. Inspira, y piensa en la promesa que hizo a su madre antes de esconderse. Cae la noche. Retorna el silencio. Duerme.
         Click.
         Otra vez ese maldito click. Siente frío. Tiene el pantalón mojado de orina. Durante todo un día se contuvo pero llegó un momento que la vejiga dijo basta, que no podía almacenar más residuos. Y fue tan grande el alivio que halló cuando dejó escapar el orín que no pudo, ni quiso detenerlo. Fue balsámico, una liberación indescriptible. Ahora, sin embargo, sufre en sus huesos la humedad y el frío, y huele mal, a amoníaco concentrado, y se arrepiente de no haber aguantado más. Siente el deseo de abrir la trampilla y escapar al exterior. Anhela respirar aire puro, estirar las piernas, percibir en su rostro los rayos del sol. Quiere escapar de ese agujero y abrazar a su madre. Pero aún no puede porque no deja de oír ese maldito click. Se dice que aguardará un poco más, solo una noche, una última noche de oscuridad. A solas únicamente con sus pensamientos y recuerdos, sin oír el maldito click. Solo el silencio de Jareskhi. El silencio de un pueblo muerto.
        
         Amanece, y Ahmed sabe que ha llegado el momento. No puede posponerlo más. En la oscuridad del estrecho zulo, solo iluminado por la luz que se filtra a través de una ranura, introduce las balas en el cargador, siguiendo las instrucciones de su madre. Cierra el tambor despacio. Con lentitud alza la trampilla. Una intensa luz brillante le ciega completamente. Tarda varios minutos en acostumbrar a sus ojos a la nueva iluminación. Sale del agujero con gran esfuerzo. Las piernas como si fuesen de goma tiemblan inestables, apenas puede mantenerse erguido. Se acerca a una ventana. No hay nadie en las calles. No hay nada, ni gente, ni coches, ni ruidos. Solo ruinas, escombros y cadáveres. No se oye el bullir de la ciudad. Ni a las madres llamando a sus hijos, ni a los comerciantes alabando la calidad de sus mercancías. Nada. Solo silencio. El silencio de un pueblo fantasma. El silencio de un pueblo silenciado por el batir de las armas, por el sinsentido de la guerra, por la sinrazón de las religiones. Ahmed sale al exterior y enfila la avenida Mutazah. Los comercios y puestos de frutas son ahora esqueletos de hierro calcinados, el asfalto asoma repleto de hoyos, escombros y cuerpos mutilados. Reconoce caras conocidas, de  amigos, de vecinos. El olor de las casas de té ha sido sustituido por una mezcla de azufre y queroseno. Llora. No queda nadie, y sabe que él, es el último de Jareskhi.
         Click
Ahmed escucha el click y se esconde asustado tras el despojos de una furgoneta calcinada. Agarra la pistola de su abuelo con dos manos y acciona el martillo percutor: click. Oye unos pasos. Mira por debajo del vehículo. El extraño lleva unas botas militares, y camina con sigilo, acercándose a su posición. Le tiembla el brazo. El revolver pesa demasiado. Realiza un último esfuerzo y apunta hacia el capó, esperando que aparezca. El hombre rebasa el vehículo y asoma la cabeza, ve el arma apuntándole e instintivamente se lleva la mano al cinturón, pero no es suficientemente rápido. Ahmed dispara a su rostro. El proyectil impacta en su frente. El cuerpo se desploma como un árbol talado. Ahmed observa el cadáver. De repente, escucha dos nuevos click. Mira a la derecha y ve a otro hombre apuntándole con su arma. Comienza a correr huyendo del peligro. De los malos. Sabe que es su compañero, lleva el mismo chaleco amarillo con esas extrañas letras que él no sabe leer y que dicen: “National Geografic. Fotógrafo de prensa”.
        
        
        
        







2 comentarios:

  1. Magnífico relato antibelicista , Antonio. Un orgullo tenerte de presidente y compañero en el club de ajedrez. Te animo a pensar en escribir tu primera novela. Triunfarías,
    Un saludo.

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    1. Muchas gracias por tus palabras Salvador. El orgullo es mío. La novela es un proyecto futuro que me planteo. Algún día...

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