3º Premio X Certamen Relo corto JMD de Ronda, Ayuntamiento de Granada. Relato.
El testigo
Hace un año, una fría y cerrada noche del mes de noviembre, pasadas ya las tres de la madrugada, presencié un asesinato.
Me convertí así en testigo del acto más cruel e irracional de cuantos uno pueda imaginar: despojar una vida, arrebatar una existencia. Desde aquella fatídica y angustiosa noche vivo atormentado, aquejado de terribles pesadillas que martirizan mi mente, desalientan mi espíritu y socavan mi sosiego.
Subsisto en un estado de azoramiento, de constante inquietud y turbación. Aún, hoy en día, a pesar de que tomé la decisión aquella misma noche, afloran en mí las mismas dudas que surgieron en el pasado. ¿Cómo actuar? ¿Ser leal a los principios que han sustentado mi vida?, ¿a la amistad forjada en la adversidad?, o ¿debo mirar hacia otro lado? No, eso no, nunca. Pero qué digo, ¿cómo pude siquiera pensarlo? ¿Ocultar un suceso tan atroz? Me avergüenzo. Jamás. Lo denunciaré, sí lo haré, aunque eso signifique perder al mejor amigo que nunca nadie pudiera haber tenido, aunque tenga que sacrificar mi propia vida. Debo hacerlo, asumir las consecuencias, responder ante la sociedad. Merezco un ejemplarizante castigo, no existen excusas para ocultar a las autoridades el arma del crimen. Soy cómplice de asesinato, y pagaré por ello.
Conocí a Pedro hace diez años. Exactamente diez años, tres meses y cuatro días. Era una apacible tarde de un día de verano. Soplaba una suave brisa e intentaba dormitar una siesta cuando un grupo de jóvenes me despertó lanzándome piedras. Una de ellas impactó en mi cuerpo y me hirió abriéndome una brecha en la piel. Pasé miedo, aunque lo peor fue la impotencia de ignorar qué conducta tan reprobable había cometido para merecer tal castigo físico. Desde entonces, luzco una cicatriz de recuerdo, aunque la verdadera herida sigue clavada en mi corazón y en ocasiones me hostiga y aflige, sobre todo en las noches de invierno. «¡Eh, gamberros! ¿Qué hacéis?», exclamó una ronca voz surgida tras una rosaleda. Los zagales huyeron a toda prisa y desparecieron de mi visión antes de un pestañeo. En la soledad de la tarde estival, Pedro se sentó junto a mí y compartimos un cartón de vino rancio. «¿Quieres un poco, Rubén?», me preguntó estallando en carcajadas. Cómo sabía mi nombre, era una incógnita, pues nunca lo había visto, y que yo sepa él tampoco a mí. Me narró que había llegado a Granada esa misma mañana desde algún punto de la meseta castellana. Que tenía cuarenta y dos años, un divorcio a sus espaldas y tres hijos que negaban su existencia. Lo cierto es, que ese fue nuestro primer día, y desde entonces nos volvimos inseparables… Hasta la noche del asesinato.
Vivíamos en el parque Federico García Lorca, junto a un banco, escoltados por dos altos y robustos cedros, a unos cincuenta metros de la Huerta de la Vega, la residencia veraniega del gran poeta fuenterino. ¿Saben ustedes que le conocí personalmente? A Federico García Lorca, digo. No me creen, ¿verdad? Pues sí, le conocí, y mucho. Puedo manifestar orgulloso, envanecido como un pavo real, que fuimos amigos, más que amigos, íntimos diría yo. ¡Pero si incluso me dedicó un poema! A mí, al viejo Rubén.
Amo mi casa, es el lugar más maravilloso de la Tierra. Los inviernos son despiadados, eso sí. Sobrevivo combatiendo, como buenamente puedo, el viento frío y los mantos nivosos que se ciernen por todo el paisaje de la Alameda, aguardando con paciencia y resignación a que el ciclo estacional continúe su curso y los días soleados se extiendan hasta la tarde noche. Por fortuna las bajas temperaturas mantienen mi cuerpo limpio de chinches y parásitos. Sin embargo, todo muda en primavera: la alegría de colores y aromas que se expande en el ambiente, las aves gorjeando en las ramas de los árboles, danzando círculos caprichosos en el aire y extendiendo las alas en un cortejo amatorio que solo ellas son capaces de entender; o las alegres noches veraniegas, cuando el camino del Paseo de los Tilos se inunda de madres empujando carritos de bebés, de ancianos parloteando en los bancos junto a los jardines neoplasticistas y de niños jugando al pilla-pilla en las zonas de recreo.
La víctima se llamaba Miguel, aunque era conocido como “Lenguas”. El arma homicida, una afilada navaja de doble filo. El “modus operandi”, tres pinchazos en la boca del estómago. El móvil, la disputa por una litrona de cerveza Alhambra. “Lenguas” era un hombre educado, de ademanes burgueses y acento castizo. “En su otra vida” creo que había llegado a ser un importante empresario de la construcción. No estoy seguro, porque “Lenguas” lo mismo hablaba de reparcelaciones y proyectos urbanísticos, que de índices bursátiles y primas de riesgo. Algunos le tachaban de fantasma, pero yo siempre di credibilidad a sus historias. No era difícil imaginárselo embutido en un caro traje de sastrería, codeándose con gente de alta alcurnia y degustando exquisitos canapés en restaurantes de lujo. Tenía ese porte gallardo que distingue a los nacidos en cunas de oro, y a pesar de vestir ajados harapos malolientes, mantenía erguida una postura caballeresca, orgullosa, de refinados modales.
La noche del asesinato, Pedro no era dueño de sus actos. No quiero eludir su culpa, ni mucho menos esgrimir un atenuante o alegar una eximente, pero lo cierto, es que su raciocinio estaba lesionado, dañado como un juguete roto. Acababa de llegar de su tierra. En un último intento de recuperar unos mínimos de su antepasada vida, partió decidido en el autobús hacia Castilla. Nunca me confesó sus verdaderas intenciones, ni qué pensaba hacer o decir a su llegada, aunque yo sospecho que de alguna forma anhelaba el perdón de su familia. Una palabra amable, quizá un gesto que le insuflara alguna brizna de esperanza, o puede que solo deseara observar desde lejos a sus hijos. No lo sé, pero fuera lo que fuese, no funcionó. Retornó compungido, con el rostro surcado de arrugas, anegado de tristeza y completamente borracho. Acarreaba bajo el brazo varios litros de cerveza y dos cartones de vino. Se sentó junto a mí, abrió una de las botellas y la engulló de dos largos sorbos. Luego, hizo lo mismo con el cartón de vino. «Han pasado junto a mí, y no me han mirado. ¿Te lo puedes creer, Rubén?», me dijo antes de desplomarse en la dura tierra. Cuando despertó, “Lenguas” que había llegado minutos antes, bebía un trago de cerveza.
—¡Qué haces, desgraciado! —exclamó arrebatándole la botella de los labios. El líquido se esparció indómito por el suelo y la ropa de “Lenguas”.
—¿Ves lo que has hecho? La has tirado, págamela —El grito en la soledad del parque se debió oír en el Camino de Ronda.
—Yo no he tirado nada. Es usted, quien la ha tirado. Esa cerveza la compré yo. La deuda la tiene usted contraída conmigo, amigo —disertó Lenguas de forma tranquila.
—Maldito hijo de puta —Pedro extrajo la navaja del bolsillo y la blandió en el aire —. A ver si ahora me vacilas —masculló de forma embrollada.
—Es usted un loco de atar —contestó Lenguas, mientras gesticulaba con la mano—. ¿Piensa matarme? Acabaría en la cárcel, estúpido.
—¿Y quién se va a chivar? ¿El Rubén? —dijo señalándome con el filo de la navaja, al mismo tiempo que revelaba una grotesca risotada.
—Loco. Más que loco.
Pedro no se lo pensó. Lanzó, como un poseso endemoniado, tres cuchilladas en el estómago de Lenguas. Perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Se llevó las manos al estómago e intentó contener la hemorragia. Luego, los pulmones dejaron de inhalar oxígeno, el corazón cesó de latir. El cerebro cliqueó el botón de fundido en negro. Pedro no reaccionó de inmediato. Cogió la botella de cerveza y engulló un trago. Paladeó el contenido, saboreándolo en la boca como si estuviese degustando un afrutado vino de reserva. Solo cuando habían transcurrido varios minutos tomó conciencia de su atroz acto. Entonces, turbado y agitado, arrastró el cuerpo de Lenguas detrás de unos arbustos. Retornó y limpió la escena del crimen de la mejor forma que pudo. Aún llevaba la navaja ensangrentada en la mano. Me miró y sonrió maliciosamente. «Tú la guardarás, Rubén”. No me negué. Luego desapareció, y nunca más he vuelto a verlo.
Ha pasado un año, y no puedo seguir soportando esta pesada carga. Debo desvelar a las autoridades el paradero de la navaja, quizá no sirva de nada, probablemente las huellas dactilares que algún día se impregnaron en el mango de marfil, hayan desaparecido. No lo sé, y me da igual. Lo que yo quiero, lo que necesito, es limpiar mi conciencia.
Hace seis meses dejé de beber líquidos y de ingerir nutrientes. Era la única forma que encontré de poder desvelar el lugar de emplazamiento del arma. Julio y Alberto, mis doctores, intentan suministrarme agua, incluso líquidos con complementos y sales, pero yo me niego a tragar. Obstinadamente rechazo sus cuidados, sus tratamientos, sus vitaminas, sus desesperados intentos por sanarme. He tomado una decisión, abandonarme y morir.
Hoy, por fin, es el día. Julio y Alberto acaban de llegar embutidos en su uniforme con el lema del “Ayuntamiento de Granada” cosido a la espalda. Algunas personas, me observan en la distancia, y siento en sus miradas gratitud, y pena. Me balanceo al compás de una suave brisa, ofreciendo a todos ellos un adiós afectuoso, un enternecedor hasta siempre. Se acerca Julio, no le tengo miedo, llevo un año aguardando este momento. Coloca su mano sobre mi corazón, noto su calor, su cariño. Los cuchillos afilados de la sierra eléctrica parten mi coraza exterior, mi cuerpo de madera se deshace y lentamente caigo junto al banco al que durante tantos años ofrecí sombras. En mi último aliento de vida, desde el suelo, contemplo como Julio encuentra en un vano de mi tronco una navaja cubierta de musgo y óxido. La mira extrañado y la guarda en una bolsa de plástico. Luego continúa con su trabajo, partiendo la madera en trozos casi simétricos. Ha llegado a mi corazón, donde una vez, un joven Federico García Lorca rasgó con un cuchillo unos trazos, una palabra: “Rubén”. Lo último que puedo oír es la voz de Alberto:
—¿Cómo se ha podido perder? Qué pena, era el árbol más antiguo del parque.
De algún modo, desde el suelo, sonrío y recuerdo el poema que me dedicó mi gran amigo:
¡Árboles!
Habéis sido flechas
caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?
Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,
de los ojos de Dios,
de la pasión perfecta.
¡Árboles!
¿Conocerán vuestras raíces toscas
mi corazón en tierra?
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