2º Accésit XI Certamen Literario "Nerjamujer". Tema: Tierra trágame.
Querida hermana:
Está hecho, para bien o para mal, está hecho. No existe retroceso ni vuelta a empezar.
Siempre pensé que cuando finalizara el examen me sentiría sosegada, en paz, incluso en cierta forma liberada de obligaciones y responsabilidades. Sin embargo, me invade una sensación extraña, una mezcla de nervios e impotencia.
No son remordimientos, eso lo tengo claro, es más bien, cómo te diría, una percepción de que podía haber dado algo más de mí, exhibir alguna capacidad innata, verbalizar con más corrección, no sé, mostrar algo en mi ejercicio que lo distinguiera del resto de exposiciones que recitaban de memoria el ejército de opositores. Pero es que los acontecimientos que sucedieron anoche pesaron demasiado, nublaron mi pensamiento, y como una lengua de humo negro que no te permite entrever lo que existe en la distancia, regateé las respuestas directas, desordené la estructura de los temas e incluso aventuré algunas teorías. Sí, como te lo cuento, improvisé en un examen oral. Y se notó, ya lo creo que se notó. Lo vi en el rostro de los miembros del tribunal, cuando chasqueaban la lengua o fruncían el entrecejo, mientras incansablemente tomaban notas en unos folios ahuesados.
No son remordimientos, eso lo tengo claro, es más bien, cómo te diría, una percepción de que podía haber dado algo más de mí, exhibir alguna capacidad innata, verbalizar con más corrección, no sé, mostrar algo en mi ejercicio que lo distinguiera del resto de exposiciones que recitaban de memoria el ejército de opositores. Pero es que los acontecimientos que sucedieron anoche pesaron demasiado, nublaron mi pensamiento, y como una lengua de humo negro que no te permite entrever lo que existe en la distancia, regateé las respuestas directas, desordené la estructura de los temas e incluso aventuré algunas teorías. Sí, como te lo cuento, improvisé en un examen oral. Y se notó, ya lo creo que se notó. Lo vi en el rostro de los miembros del tribunal, cuando chasqueaban la lengua o fruncían el entrecejo, mientras incansablemente tomaban notas en unos folios ahuesados.
Y tú te preguntarás, ¿pero qué es lo que sucedió anoche? Pues una catástrofe, ni más ni menos, una catástrofe en mayúsculas. ¿Te acuerdas de Elisa y Vanesa? Las compañeras con las que comparto piso. Pues resulta que…, espera, comenzaré por el principio. Sincronicé mi despertador con el sol, en realidad, antes de que él se levantara en el horizonte, ya deambulaba yo con pasos inquietos de un lado a otro de la casa. ¡No recuerdo haber bebido más café en mi vida! Me sentaba en el escritorio, y leía los apuntes, y luego otra vez, y luego otra más. Leía sin cesar, sin concentrarme, pasando de forma autómata una página tras otra, como el que lee un folletín del corazón en la peluquería. Y conforme leía, mi estómago empequeñecía por momentos, el cabello caía suelto y blando en mi mano y los nervios se agitaban convulsamente en mi interior.
A mediodía, Elisa y Vanesa me despegaron de la silla y me obligaron a tomar una ducha. Al principio protesté, pero cuando me encontré bajo el chorro y sentí el agua tibia deslizarse por la piel y arrastrar el gel en ríos espumosos, mentalmente les agradecí su perseverancia pues los enfermizos síntomas de la mañana comenzaron paulatinamente a desaparecer. Decidí entonces que ese día no estudiaría más. ¿Qué sentido tenía ya?, ¿memorizaría en un día los conocimientos que no había asimilado en tres años? Además, tú siempre me has inculcado que el día antes del examen no servía de nada estudiar. Liberar la mente y entretenerla en otros quehaceres lúdicos funcionaba (científicamente probado) con resultados más satisfactorios, que embotarla a última hora con nuevos párrafos y frases que en el mejor de los casos expondrías de forma mutilada. Así que cuando salí del cuarto de baño, vestida con el albornoz y el cabello envuelto en una toalla, y encontré extendido sobre mi cama unos pantalones vaqueros y una camisa de tul azul, asentí mostrando mi conformidad.
A las dos y media de la tarde, Elisa, Vanesa y yo, sentadas alrededor de una mesa redonda, dispuesta sobre un refinado mantel burdeos, degustábamos un menú al alcance de pocos comensales en un afamado restaurante del centro. Ay, ¿cómo se llamaba? Tiene varias estrellas Michelín, ¿cómo era? Bueno, da igual. ¡Qué demonios —me dije—, me lo merezco! Así, que tiré de unos ahorrillos que guardaba para un fin de semana especial e invité a mis amigas. Tomamos de entrante unos ravioli de rabo de toro con cebolla caramelizada. ¡Uhm, qué buenos por dios! De segundo, un entrecot al punto con salsa de rioja reducida y completamos la faena con tartaleta de chocolate, y todo ello, acompañado de un excelente caldo con denominación de origen Ribera del Duero. ¿Uno?, bueno fueron un par de botellas. Por el segundo plato, ya iba yo achispada por el vino, mi mente intentaba en todo momento controlar mi cuerpo, pero la conversación era tan amena, me sentía tan dichosa, tan viva, que inconscientemente mi mano agarraba la copa y llevaba el borde hacia los labios embriagando mi paladar con el dulce sabor afrutado.
Tras salir del restaurante, nos dirigimos a una tetería adyacente, donde pedimos unos tés rojos, y una cachimba de tabaco con aroma de manzana. En ese momento abandoné mis iniciales cautelas y me dije «¡Al diablo, el examen no es hasta las cinco de la tarde, así que no pasa nada! ¡Un día, es un día! ¡Necesito esto!». Dos horas más tarde, los efectos del alcohol se dejaban notar en mi estado que mezclado con la sangre fluía por todo mi sistema circulatorio manteniéndome en un estado eufórico y placentero. No sé cómo, pero acabamos en un bar de copas decorado al estilo irlandés, del que al parecer Elisa era cliente asidua. Nos sentamos en un extremo de la barra, sobre unos taburetes de madera, y pedimos unas copas de pacharán de Navarra.
¡Y entonces lo vi!, aunque más exacto sería decir que Vanesa lo vio.
—Ese tío no te quita la vista de encima —me susurró al oído mientras con el rabillo del ojo señalaba a un grupo de hombres sentados sobre unos banquetes.
Varios segundos después, disimuladamente giré el cuello e hice un barrido del local. Mis ojos, ajenos a las sensatas órdenes que impartía mi cerebro, se detuvieron en la mesa donde se encontraba mi admirador. Tenía el cabello negro, corto, las facciones del rostro muy pronunciadas, y los ojos de color turquesa. Parecía ajeno a la conversación de sus compañeros, despreocupado, desinteresado en el debate que acontecía en su entorno. En ocasiones, asentía levemente, como diciendo estoy aquí, pero su expresión corporal translucía tedio, incluso apatía. En un momento determinado desvió la mirada de sus interlocutores, y encontró la mía, de frente. No la esquivó, ni yo tampoco lo hice, la sostuve impertérrita, a pesar de que en mi interior temblaba como un flan de vainilla recién emplatado. ¡Tú me conoces mejor que nadie! ¡Yo no soy así! Pero anoche, no sé qué me pasó, me sentía desinhibida, ansiosa de cariño, ávida de abrazos. Él se levantó y se dirigió a mi encuentro. Caminaba con seguridad, el mentón erguido y los hombros rectos. Exhibía una sonrisa confiada, entiéndeme, no era pedantería, era más bien como si me dijese que había interpretado y descifrado correctamente mis señales visuales. ¡Y vaya si lo hizo!
A las doce de la noche me encontré sentada frente a la barra de consumiciones de un bar de música latina. Mis amigas, hacía ya una hora que habían desaparecido en la oscuridad de la noche, abandonándome en los brazos de aquel desconocido hombre de ojos turquesa. La conversación parecía no acabarse, y a cada minuto yo me sentía más acalorada y desinhibida. En un momento determinado, a fin de hacerse oír por encima de la música que tronaba en los altavoces, apoyó su mano en mi rodilla y acercó sus labios a mi oído. Yo ni escuché lo que me dijo, un bochorno ascendió por mi interior y me provocó una sensación calurosa. De repente, me levanté, esgrimí una excusa y me dirigí al aseo. Frente al espejo me arme de valor: debía controlarme, zafarme de sus roces y huir de su penetrante mirada. Tomé una decisión inquebrantable: «Me voy». Cuándo retorné, sobre la barra, nos aguardaban unos chupitos de un líquido azul. Para no desairarle levanté el minúsculo vaso, brindé a nuestra salud y lo engullí de un solo trago. Su sabor era suave, pero una llama ardiente ascendió desde mi estómago enardeciendo todos mis sentidos. Me desabroché el último botón de la camisa, intentando buscar un aire fresco que no llegaba de ninguna parte. A cada segundo mi corazón latía con más fuerza y rapidez, ardía por dentro y dejé de resistirme a mis impulsos naturales. Entreabrí los labios ligeramente, y le miré fijamente a los ojos, invitándole a besarme. Y ya lo creo que lo hizo. Oh, hermana, fue un beso dulce, tierno, y excitante.
En el ascensor no podía dejar de tocarlo, y de besarlo, como una adolescente que acaba de descubrir los placeres carnales. Entramos en mi piso a toda velocidad, y en menos de cinco minutos, nos encontramos totalmente desnudos sobre la cama. No podía, ni quería controlarme, anhelaba descubrir todos los recovecos de aquel cuerpazo que tendido sobre el colchón, se movía entrecortadamente rogándome un contacto sexual. Durante toda la noche, estuvimos haciendo el amor, hasta que extenuados fuimos vencidos por el sueño.
Con el reflejo de los primeros rayos solares desperté. Él no estaba a mi lado. «¡Oh dios, que he hecho!», musité con la voz rota. Mi cabeza giraba como si estuviese en una atracción de feria. Me levanté, desayuné un café solo y tomé una ducha revitalizadora. Una hora antes de que comenzase el examen, aguardaba en la puerta de entrada al recinto sumida en un torbellino de confusión. La imagen de él se me representaba nítidamente perturbando mi concentración. Poco a poco, los opositores iban llegando. Mi angustia se acrecentaba. Recordaba sus firmes manos, aprisionándome contra su desnudo cuerpo. Las puertas se abrieron y una mujer de aspecto serio, nombró al primer opositor. ¡Madre mía! Entonces, sí que pase nervios. Uno a uno, los alumnos se perdían tras la verde puerta de madera chapada.
—Rosa Cifuentes Rodríguez.
Cerré los ojos e inspiré. «Vamos allá, dije», y entré con determinación. Mis inquietudes parecían haber desaparecido. Me sentía serena y optimista. Avancé por el aula hasta situarme frente al atril, a unos tres metros de distancia del tribunal. Y entonces, en ese preciso momento, el Presidente levantó la cabeza y me miró con aquellos hipnotizadores ojos turquesa.
Mi mente se nubló, descendí la mirada hacia el suelo y completamente ruborizada, mascullé: Tierra trágame.
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