Trece minutos


Año 2013. Finalista II Certamen literario para autores noveles. Editorial Planeta De Agostini. 


I
Laura corría despavorida a través del enfangado sendero sintiendo en el cogote el aliento de aquellos niños. Sus pueriles piernas se clavaban en el barro del camino dificultando la carrera. Miró hacia atrás y los vio a menos de cincuenta metros. Mostraban el rostro fruncido y los dientes apretados. La imagen le espoleó a correr con mayor brío, pero la respiración acelerada finalizó hinchándole el pecho y obligándola a detenerse varios segundos. 

Encorvada, con las manos en la rodillas, giró la cabeza y descubrió un centenario roble donde alguién, alguna vez, quizás un padre de excursión con su hijo o quizás un grupo de aventureros, había construido una casita de madera. Pensó que podría ser su única escapatoria y se dirigió hacia él. Al llegar a su pie, comenzó a trepar  por los desvencijados maderos que servían de escalinata, cuando percibió a escasos centímetros de ella, el chasquido de unas piedras impactando en el tronco del árbol. Alcanzó jadeando el diminuto porche de la casita, sostenido sobre dos gruesas ramas entrelazadas y miró hacia abajo. De los tres, la chica era la que rezumaba más ira. Tenía los ojos rojos, como si estuviesen inyectados de sangre, el pelo alborotado y el vestido hecho jirones. Laura la conocía de la escuela, nunca se habían llevado bien, pero aquella mañana en el recreo  sucedió... Oyó como acuciaba a sus dos amigos. «¡Tira fuerte! ¡Dale!», gritaba. Y una piedra le dió, en la sien. Una brecha se abrió en su piel dejando fluir un chorro de sangre. Laura perdió el equilibrio y cayó al vacío....
Erica se despertó empapada en sudor. Habían pasado ya tres años y la muerte de Laura seguía acosándola a través de terribles pesadillas. «¡No era ya suficiente castigo!», «¡no era bastante tener que encontrarse por la calle con aquellos niños y su familia!», pensó. Sólo uno de ellos, el que tiró la piedra mortal, permanecía en un centro reformatorio, y allí estaría durante un par de años más, por mucho que le pesara a su familia. Recordaba el primer encuentro con Luis, el padre del menor encarcelado, y cómo se cruzó de acera cuando la vio, cerrando con fuerza los puños y mirándola con ojos entornados. ¡«No fue un accidente, fue un asesinato»!, declaró Erica el día del juicio, y aunque con posterioridad sellaron una endeble paz, no se arrepentía de sus palabras ni un ápice. Miró las rojas luces del despertador digital, marcaba las 05:06 horas. A su izquierda, la silueta de un hombre remoloneó entre las sábanas emitiendo unos leoninos ronquidos. Erica chasqueó la lengua, retiró con energía la sábana que la cubría y se levantó con rapidez. 
Frente al espejo del aseo, contempló su somnoliento rostro. Se acercó al cristal y descubrió las curvas de unas nuevas arrugas, sobre el ojo, en el arco ciliar. Retiró la mirada, abrió con un movimiento brusco el grifo, ahuecó las palmas de las manos bajo el caño de agua y se la esparció sobre la cara. Cogió un cepilló y se alisó el cabello tironeando con fuerza. Luego retornó a la habitación, oprimió el interruptor con un golpe seco y una luz intensa emergió alumbrando la estancia. El hombre tendido sobre la cama protestó tímidamente con un ininteligible sonido. Ella, ignoró los quejidos y comenzó a vestirse. 
Tres minutos más tarde, Erica, de pie frente a la barra americana que separaba la cocina del salón principal, sostenía entre sus manos una taza de café con leche. Tenía la mirada perdida en la pared de enfrente, donde había un cuadro que aprisionaba la foto de una niña de diez años balanceándose en un columpio. Apartó la mirada, dejó sobre el fregadero la taza y se dirigió hacia la puerta. Giró la llave, la abrió unos centímetros y de repente, a través del vano, emergió una mano enguantada en negro taponándole la boca.

II
Riiiiiiiing. Andrés accionó el botón de parada del despertador. Marcaba las 07:00 horas. «Joder», masculló. Unos hilos de luz solar se filtraban entre las ranuras de la persiana envolviendo la habitación de un tono anaranjado, suave y cálido. «¿Pero qué coño le pasa a esta mujer? ¿Tan díficil es levantarse sin hacer ruido?», se preguntó mientras se frotaba un dedo sobre el ojo semicerrado.
Se sintió fatigado. Llevaba dos años sin descansar, no recordaba la noche en la que hubiese conciliado tres horas seguidas de sueños ininterrumpidos. Desde la muerte de Laura, su vida había sufrido una transformación radical. Al principio (varios meses después del funesto suceso acontecido) intentó retornar a su rutina de trabajo y ocio con cierta normalidad, con la íntima convicción de que al emprender estas acciones no mancillaba el recuerdo de su hija, de que nada de lo que hiciese se la devolvería al reino de los vivos. Erica no lo entendió. «¿Cómo puedes ir a las reuniones de tus amigotes?», le recriminó un día. «Como si el hecho de no asistir a ellas, pudiera cambiar algo de lo que pasó», recordaba, más o menos, haber contestado. Luego, entendió que si no conseguía primero sanar el estado de ánimo apesadumbrado de Erica, jamás podría aspirar a recuperar la felicidad en su matrimonio, en su vida, por lo que invirtió todo su empeño en esa difícil misión. Una noche de verano recreó su primer encuentro de novios. El ambiente del restaurante donde compartieron su primera cena, una cita a ciegas, concertada por unos amigos comunes. En la mesa de la terraza dispuso un fino mantel burdeos. Sobre él dos copas de vino, unos salvamanteles dorados, dos platos de la vajilla de navidad y un juego de cubiertos bañados en plata de ley. En el centro, un alargado y sinuoso jarrón de cristal violeta cobijaba dos rosas (una blanca y otra roja). Dos velas encendidas aromatizaban la abierta estancia impregnando el ambiente de olor a vainilla y canela. Un disco de baladas de Shania Twain acompañaba de fondo la reconstruida escena del pasado. Encargó la comida al mismo restaurante, no quería fastidiarla en ese aspecto sirviendo un entrecot pasado o unas patatas crudas. Luego se duchó, se acicaló, se vistió con un traje de chaqueta y aguardó la llegada de Erica. Llegó tarde. No quiso desairar a su marido y cenó, sin cambiarse, ni ducharse, vestida con la ropa del trabajo. Apenas dijo unas pocas palabras. Cuando ingirió el último bocado se levantó disculpándose, musitó un «buenas noches» desabrido y partió hacia el dormitorio. 
No fue ese el único intento de Andrés. En su titánico empeño de recuperar la vitalidad de su mujer, organizó varios viajes, románticos y culturales, a la costa y a las zonas rurales; se prodigó en regalos, e incluso durante un tiempo, madrugó como un pescador que faena en la época de la almadraba para prepararle el desayuno. Pero siempre se encontraba con la misma mirada ausente, seria, una pared de hormigón con la que se estrellaba una y otra vez. Acabó rindiéndose. 
Desde hacía casi un año sus conversaciones se limitaban a un intercambio de  palabras  monosilábicas. En la última que mantuvieron antes de producirse su total alejamiento, Erica le confesó que no podría ser la misma hasta que todos los culpables de la muerte de su hija fuesen castigados. De eso hacía ya más de un año, y desde entonces, Andrés poco conocía de la vida de su mujer. Sospechaba que tenía un amante, y que había recuperado su hábito de fumar. Pero nada le importaba; él también tenía sus aventuras sexuales. 
Se levantó refunfuñando. Caminó hacia el cuarto de baño arrastrando los pies, como si hubiese pasado toda la noche de fiesta y tuviese resaca, encendió la luz, y su rostro amodarrado mudó en una expresión de desconcierto. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y le erizó el vello de la piel. En el espejo, escrito en mayúsculas con barra de labios roja, rezaba una frase: "TE QUEDAN TRECE MINUTOS DE VIDA". 

III
«¡Se ha pasado de la raya! No, no puede ser. Erica no tiene un sentido del humor tan macabro», dijo en voz baja. Instintivamente, giró el cuello a la izquierda. Su mirada se posó en el alto armario del aseo que cobijaba las toallas de baño, el papel higiénico y los botes de gel. Se acercó pausado, con los puños cerrados y los antebrazos flexionados en posición de defensa, como le habían enseñado en el gimnasio durante sus prácticas de boxeo. Rodeó el mueble con el hombro pegado al lateral y con un movimiento rápido asomó la cabeza. ¡Zas! El ruido seco del palo de la escoba aterrizando sobre el piso solado aceleró su corazón. «Joder», dijo mientras apoyaba una mano en la pared cargando todo su peso en la misma. Intentó serenarse y controlar la respiración agitada. Atisbó de reojo su imagen en el espejo de la pared, cortada entre las rojas letras del mensaje escrito sobre el cristal. Su corazón retomó el ritmo rápido que había conseguido amortiguar durante unos segunos. Agarró con fuerza el palo de la escoba, y colocando el pie sobre el cepillo, lo desenroscó hasta extraerlo de su base. Lo esgrimió y salió al pasillo. Con la espalda contra una de las paredes, caminó cauteloso hacia el salón. Al llegar a la entrada accionó con su mano izquierda el interruptor, mientras con la derecha empuñaba la barra de madera. Al fondo, ocultando el balcón, unas oscuras cortinas grises se movieron ligeramente. 
―¿Quién anda ahí? ―gritó Andrés en el silencio de la mañana.
La tela de la cortina bailó en el aire. Andrés bordeó la mesa central y se dirigió hacia ella. A un metro de distancia, acercó el palo y, enrrollando la punta en un pliegue de la tela, la abrió con un movimiento rápido. Un halo de luz le cegó la visión. Desprotegido, blandió el arma en movimientos circulares. Unos jarrones de cerámica se estrellaron contra el suelo quebrándose en cientos de pedazos. El ruido del impacto lo espoleó a mover con más fuerza el palo. Un cristal se resquebrajó y varios objetos de decoración volaron de un lado al otro del salón. De repente se detuvo, colocó su mano izquierda a modo de visera y, de forma paulatina, comenzó a recuperar la sensibilidad óptica. Alrededor suyo, el suelo asomaba colmado de cristales, trozos de cerámicas y figuras de porcelana mutiladas. Miró hacia las cortinas desplegadas. Un soplo de brisa se deslizaba por la puerta entreabierta del balcón moviéndolas. 
Andrés se derrumbó sobre el sillón. Con el palo aún entre sus manos, descansó la cabeza en el mullido cojín del respaldo. Cerró los ojos, y .... ¡Bum-bum!

IV
Un año antes. 
Erica entró en el atestado salón de baile cuando sonaban los últimos compases de una bachata. Varios hombres la siguieron con la mirada en su recorrido hasta un extremo de la barra. Llevaba un vestido rojo fuego ceñido al cuerpo, medias transparentes y zapatos negros de tacón alto. Un anillo engarzado en los eslabones de un fino collar dorado se escondía en la ranura de un sugerente escote. La voz de Juan Luis Guerra comenzó a vibrar en los altavoces anunciando que "eran las cinco de la mañana". Una docena de parejas emergió del fondo del salón contoneando la cintura y danzando al ritmo del cantante dominicano. Erica pidió un gin tonic con hielo y limón exprimido, aguzó la mirada e hizo un barrido de la pista de baile explorando los rostros de los presentes. Se detuvo en un hombre de unos cuarenta años, de un metro ochenta aproximadamente y cuerpo trabajado. Tenía el pelo negro, corto, la nariz achatada, los ojos claros y los labios carnosos. En conjunto, sus facciones evocaban al estereotipo del modelo de pasarela italiano. Varias chicas pululaban alrededor de él. Confiaban ser agasajadas con un baile latino de contacto, caliente y erótico. "El modelo" se movía de un lado a otro con estilo, a pequeños saltitos, el mentón elevado y la mirada atenta. Tomaba la mano de una chica, fingía una reverencia y bailaba unos acordes, atrayéndola hacia su cintura rozando la pelvis contra su muslo y, luego en un giro dirigido por su maestra mano, la soltaba y seguía caminando en otra dirección. Erica sonrió con la actuación del "modelo". Parecía un gallo de corral que se pasea entre las gallinas seleccionando a su presa. 
―¿Cómo te llamas? ―preguntó una voz juvenil junto a Erica. 
Era un chico joven, de no más de veinticinco años, de pelo rubio encrespado y ojos tristones. Érica lo miró con descaro de arriba a abajo.
―Lárgate, podría ser tu madre.
―Bueno, eso no sería un problema ―masculló apretando los dientes superiores contra el labio inferior. 
―En serio, chico, lárgate. No me sirves ―dijo Erica riendo. 
El joven herido en su autoestima se alejó con pasos vacilantes. Erica hizo un gesto al camarero que raudo atendió. 
―Ese de la pista ―señaló al "modelo"―. ¿Es al que llaman "el especialista"?
―¿"El especialista"? El tío trabaja en el cine y ya se cree un especilista ―contestó el camarero con desdén.
― Pero ¿Es él, o no?
―Sí, es él, pero yo no perdería el tiempo. Jugará con usted ―contestó el camarero alzando el dedo índice.
Erica se giró y centró su atención en el "especialista". Al finalizar la canción sus miradas se encontraron. Ella no la desvió y, con sutileza, se humedeció el labio inferior con la lengua. El "especialista" se acercó de inmediato. Sus piernas botaban, como si los zapatos llevasen incorporados en la suela unos amortiguadores.  Al llegar a su altura, colocó un pie en la barra inferior del taburete de Erica y se llevó las manos al cabello, peinándolo hacia atrás. 
―Me llamo Marco, ¿Quién eres tú? ―preguntó con una sonrisa. 
―Te busco a ti ―dijo Erica mirándole a los ojos. 
―¿Y qué es lo que quieres?
―Un polvo.

V
Bum-bum...bum-bum...bum-bum
Andrés brincó sobresaltado. Sobre el aparador, un teléfono móvil rugía una melodía extraña, vibrante, como si fuesen golpes de piedras lanzadas al fondo de un barril de chapa: bum-bum...bum-bum... Corrió hacia él, lo tomó y lo examinó desconcertado, girándolo en la palma de la mano. Era un modelo antiguo, pesado, de carcasa blanca y rayas negras verticales. Abrió la tapa temeroso. En el identificador de llamadas se leía "número oculto". 
―¿Diga? ―musitó con un tono de voz débil. 
―¡Buenos días! ―bramó una voz masculina al otro lado de la línea. 
―¿Quién es?
―¿Has recibido mi mensaje? 
―¿Quién es usted? ¿Es una broma? ¡No tiene ni puta gracia! ―exclamó furioso. 
―Eh, eh, tranquilito colega. ¿Te parece que estoy bromeando? ―preguntó serio.
―¿Quién coño eres? ¿Cómo te has colado en mi casa? 
―No ha sido difícil. 
―¡Dime quién eres! ―gritó excitado Andrés. 
―Todo a su tiempo.
―Voy a colgar ―amenazó.
―Yo tú no lo haría; Alguien más podría sufrir un daño irreparable. 
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Andrés mientras se estrujaba la palma de la mano contra la frente. 
―Ves el CD que está encima de la tele. ¿Por qué no lo pones? Es muy interesante..., venga anda, sí, te espero a que lo veas ―ironizó la voz a través del teléfono.
Andrés extrajo de un sobre de papel el disco compacto. Pulsó la tecla open del reproductor y, con dedos temblorosos, lo introdujo. Encendió la televisión, cogió el mando a distancia e inició la difusión. 
―Ya está ―dijo cogiendo otra vez el teléfono. 
―Tranquilo, no seas impaciente. 
Una niebla blanca inundada de motas negras se expandió por la pantalla del televisor. Las piernas de Andrés temblequeaban sin cesar. La imagen se fundió en negro.  Se escucharon unos lamentos y el ruido de unos muebles al ser arrastrados. El cling de un objeto metálico al colisionar contra el suelo. Andrés se llevó las uñas a la boca y comenzó a mordisquearlas. Alguién retiró un trapo negro del objetivo de la cámara. Era una grabación casera, la imagen captaba una habitación tenuamente iluminada. Parecía un sótano, al fondo se intuía un panel adosado a la pared con decenas de herramientas de bricolaje. La cámara comenzó a moverse hacia la derecha. Una persona apareció sentada en una silla de oficina, llevaba una capucha negra que le tapaba cara y cuello. Tenía los brazos y las manos anudados al reposabrazos con una especie de cinta de embalaje marrón y los tobillos atados con una cuerda de tender ropa. Luchaba intentando liberarse y gimoteaba con insistencia. Andrés se concentró y se llevó la mano a la frente. Su mirada se centró en el panel de herramientas al fondo de la imagen. 
―¿Te gusta, Andresito?
―¿Qué es esto?  Yo conozco ese sitio ―añadió con titubeos.
―Ahora salgo yo. 
La figura de un hombre entró en la escena por un lateral. Llevaba el rostro oculto tras una máscara de payaso. Portaba un cuchillo de carnicero en la mano derecha. Se acercó zigzagueando a la silla, pareció dudar, caminó unos pasos adelantes y otros hacia atrás. De repente, como si hubiese tenido un impulso irresistible, aceleró, agarró la capucha y, con un movimiento brusco, descubrió el rostro de su víctima. 
―¡Oh Dios!, Erica―susurró Andrés. Las rodillas le vencieron y se desplomó en el sofá dejando caer su peso muerto. 
―Espera, que ahora viene lo mejor ―anunció la voz. 
Andrés era incapaz de retirar la mirada de la pantalla. El "payaso" deslizó la punta del cuchillo sobre la mejilla de Erica. Tenía una mordaza sellándole la boca. Gruñó sonidos ininteligibles, mientras sus ojos seguían el recorrido que la hoja metálica trazaba por su rostro. 
―No lo hagas, por favor ―suplicó Andrés. 
―Aguanta un poco más, estoy orgulloso de ti.
"El payaso" se acercó al objetivo de la cámara. Se llevó la mano a la careta y la retiró. Torció los labios y esbozó una enigmática sonrisa. 
―Pero, pero, ¿tú?―balbuceó Andrés tragando saliva. 

VI
Dos años antes.
―Esta no te la perdono. Te odiaré siempre ―dijo Erica levantando el dedo índice.
Andrés suspiró aliviado. Desde el mismo día que se acercó a Luis y concertó con él una reunión amistosa comenzó a temer el momento en el que tendría que decírselo a Erica. Se había imaginado cientos de situaciones y todo tipo de reacciones: una rebeldía infantil, una oposición enquistada, incluso un enfrentamiento verbal atestado de insultos y reproches, sin embargo, ni en el mejor de sus sueños hubiese imaginado que ella aceptaría, a regañadientes, sí, esgrimiendo una amenaza, también, pero en definitiva, consintió. Cuando Erica narró a su marido el primer encuentro que tuvo con Luis, el padre del chico que lanzó la piedra que originó la caída de Laura, Andrés pensó que resultaría imposible vivir con normalidad (más aún en un pueblo de cinco mil habitantes) si no dejaban atrás los rencores y odios. Se hacía necesario purificar mentes y corazones, perdonar y, asimilar que fue una acción fortuita. Una travesura de zagales, un juego que se les fue de las manos y que acabó en una terrible tragedia. Admitir que fue un accidente. 
―Gracias por venir. Sabemos lo difícil que es para ustedes ―dijo Azucena, la madre del chico, estrechando la mano de Erica. 
Erica respondió con un casi imperceptible asentimiento de cabeza. Obedeciendo una indicación, tomó asiento en el sofá. Andrés se situó junto a ella y la cogió de la mano. Frente a ellos, en dos sillones, Luis y Azucena. En el centro, separando a los dos matrimonios, una mesa baja circular sobre la que descansaba una jarra de agua con hielo y cuatro vasos.
―¿Cómo está Juan? ―preguntó Andrés, rompiendo el silencio que se había instalado en el salón.
―Muy bien ―respondió con rapidez Azucena―. El sábado estuvimos con él. Es un buen hijo. Ha conseguido tres sobresalientes en los últimos controles que ha realizado. 
―Está triste, pero es fuerte ―añadió Luis. 
―¿Triste? Mató a mi hija ―dijo Erica. 
―Fue un accidente, pidió perdón y está pagando por ello ―contestó con frialdad Luis.
―Lo sabemos, lo sabemos ―dijo Andrés levantando los brazos conciliador―, pero comprenderéis que no es fácil para nosotros. 
―Sí, lo comprendemos ―contestó Azucena, mientras Luis desviaba su mirada al techo.
―Nosotros, intentaremos olvidar todo lo sucedido y continuar hacia adelante ―dijo Andrés.
Azucena comenzó a llorar. Luis metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Erica miró a su marido y apretó los dientes. El silencio se impuso nuevamente en el salón. Los presentes centraron su atención sobre los cuadros y objetos de la estancia. Nadie osó interrumpir aquel momento. Todos parecían muy concentrados, como si estuviesen meditando cuestiones vitales. 
―Tiene usted una casa muy bonita ―dijo por fin Erica. 
―¿Le gusta? ―preguntó Azucena, aliviada por el inesperado cambio de conversación―. Venga conmigo, se la enseñaré. Tiene dos plantas y un sótano, aunque yo nunca bajo a él. Es el territorio de Luis, allí, tiene sus herramientas ―añadió sonriendo.  

VII
―¿Luis? ¿Eres tú? ¿Por qué? ―preguntó Andrés. 
―¿Por qué? ―gritó a través de la línea telefónica― ¿Y tú me lo preguntas? Tú, y tu mujercita arruinasteis la vida de mi hijo. 
―Tu hijo mató a mi hija ―contestó sulfurado Andrés.
―¡Fue un accidente! Era un gran chico. Un buen estudiante, y en el centro reformatorio se está perdiendo por vuestra culpa. 
―Hicimos las paces. 
―Yo no hice una mierda. 
―¿Qué quieres?
―Quiero verte muerto. A ti y a la guarra de tu mujer. 
―Pues, ¿por qué no vienes a matarme? ―gritó Andrés. 
―No te preocupes por eso, Andresito. Cuando llegue la hora, morirás. Y, luego, tu mujer te acompañará.
―No lo hagas por favor, no lo hagas ―suplicó Andrés derrumbado en el suelo. 
Un breve silencio se instaló entre ambos. 
―Me has llegado al corazón Andrés. Jugaremos a un juego divertido. Lo llamaremos… No sé, no sé, ¡ah sí! ¡Te quedan trece minutos de vida!
―¿Qué?
―Lo que has oído. ¡Tiempo!
―¿Y mi mujer? No lo hagas, por favor.
―Querido Andrés, no puedo hacer nada. La única forma viable de que ella pudiera salvarse, es que la encontraras antes de doce minutos cuarenta y dos segundos. Lo que veo bastante improbable. 
―Dime dónde está ―dijo Andrés levantándose del suelo con rapidez. 
―No puedo.
―Por favor, te lo suplico ―rogó llorando. 
―Tu amor me llega al corazón, Andrés. Te daré una pista: esta mañana, a las cinco y media, Julián, el tipo que reparte los periódicos me vio en el coche. Estuve un rato hablando con él, es un tipo majo. Llevaba a tu mujer en el maletero, por cierto. Pues bien, en la conversación, le comenté a donde iba. 
―Y, ¿cómo voy a encontrar a ese tal Julián? ―gritó. 
―No sé ni por qué te ayudo, pero lo haré. Supongo que a esta hora andará por el paseo Balcón de Europa. Y ya está bien, se acabó la cháchara. Cuenta atrás: doce minutos treinta y dos segundos ―dijo antes de cortar la comunicación.
Andrés se dirigió con rapidez hacia el dormitorio. Se colocó el reloj de pulsera, ajustó la correa y conectó el cronómetro en cuenta atrás desde doce minutos y veinte segundos. Abrió el armario y se calzó presuroso unas zapatillas de deporte. 
Diez segundos más tarde, Andrés, ascendía la calle a un ritmo endiabladamente veloz. Los portones de las viviendas y los locales comerciales aparecían cerrados a cal y canto. Una ligera neblina impregnaba la atmósfera de olor a rocío. El desierto asfalto amortiguaba las zancadas de Andrés, evocando la imagen de esos anuncios de marcas de calzado deportivo donde un corredor bota sobre sus suelas de goma y transita por parajes inhóspitos y salvajes. Andrés giró al final de la calle y rebasó a un operario del ayuntamiento que barría el acerado. Éste lo miró y levantó las cejas. Andrés vestía con un pijama de rayas azules y blancas, con la camisa de botones abierta hasta el pecho. Llevaba el rostro empapado de sudor y la respiración agitada. Extrajo el máximo rendimiento del movimiento de sus brazos y ojeó el cronómetro sin detenerse. Esprintó cien metros y alcanzó una plaza donde los trabajadores de una cafetería faenaban disponiendo mesas y sillas en la terraza. Vislumbró a lo lejos la furgoneta del reparto de periódicos. Realizó un último esfuerzo y aceleró el ritmo. 
―¡Espere, espere! ―gritó cuando observó que un hombre ataviado con un chaleco fluorescente abría la puerta y subía a ella. 
El repartidor arrancó el vehículo. 
―¡Espera, Julián! ―repitió Andrés. 
Julián oteó a través de la ventanilla y descubrió la estampa de Andrés agitando las manos en el aire. Se retiró las gafas, escudriñó el paisaje urbano, y volvió a ajustarse las lentes. 
―Julián ―consiguió decir Andrés con la respiración entrecortada― ¿Qué te dijo Luis esta mañana?
―¿Quién? ¿Estás bien,tío? ―preguntó Julián asomando la cabeza por la ventanilla.
―Esta mañana, Luis, a las cinco, ¿dónde te dijo que iba? 
―No conozco a ningún Luis. ¿Estás bien?
―¡No juegues conmigo, cabrón! ―exclamó Andrés retorciendo el chaleco del repartidor. 
―Déjame en paz, loco ―contestó Julian zafándose del agarrón y empujándolo con violencia. 
Julián cerró la ventanilla y pisó el acelarador. La furgoneta inició su marcha al tiempo que Andrés, desesperado, perseguía infructuosamente su estela. 
―Espera, por favor ―musitó en voz baja, derrumbándose entre lágrimas sobre el asfalto.


VIII
La plaza se sumió en la calma. Los trabajadores de la cafetería habían aparcado sus labores y asistían incrédulos a la escena de Andrés desplomado sobre la calle. En el silencio de la mañana, comenzó a oírse una melodía. Andrés se levantó y afinó el oído. Caminó unos pasos y percibió que el volumen de la melodía subía en intensidad. Identificó el origen, procedía de una papelera. Entre papeles y envoltorios de chucherías un teléfono móvil parpadeaba. Descolgó.
―¿Sí?
―¡Andresito!
―¡Cabrón, Julián no sabía nada! ―exclamó furioso. 
―¡Pues claro que no! ―rio con desmesura―. ¿Crees que voy dejando testigos? Me subestimas. 
―¿Qué clase de juego es este?
―Uno muy divertido, ¿no te parece? Además, no te he engañado del todo. Estoy aquí ¿no? Te daré otra pista. Te prometo que esta vez es buena. En el Balcón de Europa hay un hombre muy elegante que sabe dónde está tu mujercita ―dijo cortando la comunicación. 
Andrés atisbó el cronómetro: 04:12, 04:11... Se insufló de aire e inició la carrera a través de un callejón adoquinado. Respiraba sin control, sin sincronizar las inspiraciones y espiraciones a la marcha. Sentía fatiga. Percibió unas  repentinas molestias en el abdomén. «Es flato, sólo flato. Vamos», pensó. Aceleró el trote, calculó que le quedaban unos quinientos metros para llegar al Balcón de Europa. «Es mucho». 03:38, 03:37... Alargó las zancadas e incrementó el ritmo. Sintió un pinchazo en el costado, se llevó la mano a él y apretó con fuerza, sin disminuir el ritmo de la carrera. 
Andrés llegó agotado al paseo Balcón de Europa. Se detuvo y durante unos segundos encorvó su espalda apoyando las manos sobre las rodillas. Mientras jadeaba buscando un aire que parecía haberse evaporado, levantó la mirada y evaluó las personas presentes. «Un hombre elegante», repitió en voz alta las señas. Nadie parecía encajar con la descripción. Comenzó a caminar. A lo lejos, vislumbró a un turista de unos cincuenta años que paseaba a un perro dálmata.  
―¡Eh, eh! ―le gritó― ¿Dónde está Luis?
El turista se detuvo y contempló la imagen de Andrés. Todos los que se encontraban en el paseo se le quedaron mirando atónitos. Las prendas del  pijama parecían harapos, el sudor le resbalaba por el cuello y el torso, y llevaba el pelo alborotado y sucio. El turista comenzó a caminar con rapidez en dirección contraria. 
―¡Espera! ―gritó Andrés.
El turista emprendió una carrera alejándose por una bocacalle. El perro se lanzó en su persecución, ilusionado por disputar una galopada a su dueño. Andrés  se rindió antes, siquiera, de iniciar la marcha. Desesperado, movió la cabeza de un lado a otro. «Un hombre elegante», repitió mentalmente. De pronto, su mirada capturó una imagen. «Es él», dijo. El reloj marcaba 02:08 segundos. 

IX
Tres años antes 
A las siete y media de la tarde comenzó la misa en honor de Laura. Todo el pueblo acudió a presentar sus respetos aquella calurosa tarde de principios de junio. La iglesia estaba abarrotada y el calor se hacía asfixiante. Las mujeres movían al unísono los abanicos, como si se tratase de la puesta en escena de una película, mientras los hombres se arremolinaban al alcance de las hélices de los diminutos ventiladores anclados a los pilares. Fuera, al resguardo de las sombras de un alto árbol, se congregaba un gran número de personas aguardando el final de la misa y el inicio del cortejo hacia el cementerio.  
Los chismorreos se propagaban por el templo, como noticia rosa de un programa de televisión. Las más ancianas bisbiseaban hipótesis sobre cuál fue la causa de la muerte. «Dicen que murió en el hospital», decía una. «Que va, murió en brazos de su madre» aseguró otra. «Estáis equivocadas las dos, murió cuando la piedra le golpeó», confirmó una tercera. 
―Podéis ir en paz ―anunció desde el altar el sacerdote acallando los rumores. 
El cortejo se puso en marcha. Varios primos de Andrés y Erica acudieron prestos hacia el féretro, lo izaron y se lo cargaron al hombro. La familia comenzó a caminar tras ellos. Andrés andaba cabizbajo. Tenía el semblante pálido y los ojos apagados, sin brillo. Erica derramaba lágrimas en cascada y gritaba lamentos desesperados. 
Enfilaron la avenida principal. Tres policías locales cortaban el tráfico en las calles adyacentes. La procesión avanzaba con lentitud. En un momento determinado, Andrés abrazó a Erica, pero ésta, presurosa, se zafó del brazo, le obsequió una mirada anegada de odio y se acurrucó en el hombro de su padre. Andrés sintió un pinchazo en el pecho y un sentimiento de culpabilidad que le inundó de tristeza. 
― ¿Has visto eso? ―preguntó  una de las ancianas que cotorreaban en la iglesia.
―Ya lo creo que lo he visto ―apostilló otra―. Dicen que ella lo culpa de la muerte de la niña, porque la obligó a enfrentarse a los otros niños en el recreo. 
―No, no es eso ―dijo la tercera―. Es que él dijo ayer en el duelo que había sido un accidente, y ella no lo cree. 
El entierro giró la calle y ascendió la avenida de los Molinos. Un escalofrío atenazó las entrañas de Erica. En la esquina, confluencia de las dos avenidas, se erigía una vivienda de fachada encalada y rejas negras. En el filo de una ventana del segundo piso, oculto tras unos visillos, Andrés vislumbró recortarse la silueta de un hombre. 
X
En el mirador del Balcón de Europa, junto a la réplica de un cañón de bombardas, antaño guardián de la costa mediterránea, apoyado sobre una barandilla de hierro pintada de verde, una estatua en bronce de Alfonso XII centró la atención de Andrés. El monarca, esculpido con su altura real y colocado a pie de suelo, se confundía con los turistas y lugareños adoptando una posición desenfadada. Vestía con el uniforme de gala del ejército naval español.
«Es él, un hombre elegante». Andrés se encaminó raudo a su encuentro. En su espalda, una nota fijada con dos adhesivos oscilaba en el aire. Una oración escrita en caligrafía de imprenta rezaba así: "LA BARCA. SE ACABA EL TIEMPO". 
Andrés levantó la mirada al frente. A unos dos kilometros de la orilla, como un insignificante punto aislado en la inmesidad de la superficie turquesa, una barca de pescadores se balanceaba acompañando el empuje de un mar ligeramente revuelto. Ojeó el cronómetro, un minuto y cincuenta y dos segundos. Inspiró hondo y se lanzó a la carrera. 
Atravesó a gran velocidad el paseo y enfiló las empinadas escaleras de bajada a la playa. De un salto sorteó los últimos tres escalones y aterrizó en la negra arena. 01:38 segundos. Esprintó, se zambulló de cabeza y comenzó a nadar con pujanza. En lo alto del mirador, varias personas asistían como testigos privilegiados a la escena, como si hubiesen reservado un palco en una obra de teatro. Un brazo, luego otro, las palmas hacia afuera, los pies aleteando con brío y la cabeza emergiendo cada dos brazadas, sin embargo, a pesar de la técnica, de sincronizar con habilidad las extremidades, avanzaba con lentitud. Unas incómodas pequeñas olas que no acababan de romper dificultaban la travesía. El pijama y las deportivas pesaban demasiado. Hizo una parada e inspiró varias veces hasta llenar los pulmones de oxígeno. Miró el cronometro: 00:58 segundos. Se despojó de las deportivas y se quitó la parte superior del pijama. La pausa le hizo tomar conciencia de la baja temperatura del agua. Notaba las piernas rígidas, difíciles de mover, como si llevase piedras anudadas a los tobillos. Los labios se amorataron y los dientes castañearon una sinfonía grotesca. Comenzó otra vez a nadar, pero su ritmo descendió en intensidad. Notó que las fuerzas menguaban, y cada braceo le suponía un esfuerzo titánico. Levantó el cuello y oteó la barca. La distancia que les separaba le pareció un extenso desierto de dunas. Miró el cronómetro: 00:22 segundos. «¡Vamos!», gritó. Buscó fuerzas de reserva, agachó la cabeza y comenzó a mover piernas y brazos con energía. Impuso un ritmo extenuante, subiendo con la marea y bajando con el impulso de sus extremedidades. Una y otra vez, una y otra vez. Finalmente se detuvo, exhausto. La barca estaba a unos diez metros. Arrancó nadando estilo braza, la distancia se reducía, nueve metros, ocho, siete. Bip-bip...bip-bip..., el reloj emitió una estridente alarma. Cuatro metros, tres... y, de repente, el motor de la barca rugió expulsando una bocanada de humo negro y un rancio olor a gasolina. 
―¡Noooooooo! ―gritó Andrés. 
La barca se alejó cabeceando mar adentro, dejando tras de sí una estela de surcos, mientras Andrés, derrotato, la seguía impotente con la mirada. Volvió su vista hacia la orilla, apenas distinguía las siluetas de embarcaciones ancladas sobre la arena. La distancia era inmensa. Dejó de mover las piernas. Hacía frío, mucho frío. La sangre dejó de circular. Los brazos pesaban como yunques de hierro. La imagen de Erica en el hospital, sosteniendo a Laura entre sus brazos, cruzó su mente. Cerró los ojos y se hundió con lentitud. Su cuerpo inerte descendió y se posó durante unos segundos en el fondo del mar. A unos dos metros de él, entre algas y corales, un cadáver atado a una silla de oficina parecía contemplarle. 

XI
Tres minutos más tarde, el interior de la vivienda de Andrés se encontraba teñido de sombras. Las persianas bajadas hasta el suelo apenas permitían que se  filtrase algo de luz. En la silenciosa morada, el clic de una cerradura girando, se oyó con nitidez. La puerta se abrió y, el perfil de un hombre penetró. A oscuras, se deslizó por el pasillo caminando de puntillas. Abrió la puerta del baño y encendió la luz. El rostro de Luis se reflejó en el espejo. Sonrió, abrió un bolso de mano, cogió un paño, lo humedeció con un líquido transparente y comenzó a frotar el vidrio. Las rojas letras se diluyeron con rapidez. Satisfecho, retornó sobre sus pasos, accionó el interruptor y la potente luz de la lámpara alumbró el salón. 
―¡Me has asustado, joder! ―exclamó, sobresaltado, llevándose la mano al corazón. 
Sentada en el sillón, con las piernas cruzadas y un cigarrillo entre los dedos, Erica sonreía. 
―¿Te he asustado? ―preguntó mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero. 
―Ese no era el plan ―contestó tamborileando los dedos contra el muslo. 
Erica se levantó despacio. Su caminar era sensual, desprovisto de cualquier inseguridad o miedo. Se posicionó ante él y dirigió sus entreabiertos labios hacia su boca. Luego, tras el húmedo beso, lo apartó y rio a carcajadas. Él, se llevó las manos al cuello, agarró una tira de esparadrapo, la despegó y tironeó de ella hacia arriba. El rostro de Luis comenzó a desaparecer dejando a la vista otra cara, de unas facciones bellas, como las de un modelo italiano.  Frente a Erica, el "especialista" del cine, reía contagiado. En su mano derecha,  una máscara de látex con los contornos del rostro de Luis, colgaba deformada.  
―Había más trabajo del esperado ―dijo Erica―. No te haces una idea de cómo dejó el salón. 
―En ese caso podríamos...
―No hay tiempo ―contestó rauda―, dentro de poco la policía vendrá a visitarme. No se explicarán por qué mi marido se ha paseado por el pueblo, en pijama, corriendo de un lado a otro para, finalmente tirarse al mar y ahogarse. 
―¿Y, cuando encuentren a Luis en el fondo del mar?
―Ya veremos cuándo lo encuentran, pero de una forma u otra lo relacionarán con Andrés. El repartidor testificará que lo estaba buscando como un loco. 
―¿Se acabó?
―Aún no. Un día juré que hasta que todos lo culplables de la muerte de mi hija sean castigados, no descansaré ―dijo, levantando en el aire un dedo amenazador. 
―¿Y, tu marido?
―¿Mi marido? Él fue el mayor culpable. Si no hubiese obligado a Laura a enfrentarse a aquella niña, nunca la hubiesen perseguido. No sabes lo que es tener que dormir durante tres años al lado de él. Aguantar todo lo que he tenido que aguantar. El muy cabrón hasta me obligó a hablar con Luis y la pánfila de su mujer. 
―¿Y, qué pasará si te pillan?
Erica lo observó con detenimiento, fría, inmóvil.

«Nunca me pillarán», pensó, mientras introducía un CD en la máquina destructora de discos.

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