Pulevas y bollycaos

Año 2013. 1º Premio XV Certamen Literario “Letras de baños”.  Ayuntamiento de Baños de Montemayor (Cáceres). Relato “Pulevas y bollycaos”.



Lo odiaba profundamente.
Aquel insoportable niño de la ciudad, con su acento castizo y sus cursis ademanes urbanos. Siempre impartiendo órdenes, escupiendo reprimendas, atemorizando al resto de niños y niñas con amenazas veladas, humillándolos con sus arrogantes expresiones de superioridad.  En cuanto llegábamos a la playa allí estaba él, en la orilla, comandando a un ejército de niños madrileños, que siguiendo el ritmo que él disponía, construían castillos de arena enlazando torres moldeadas por cubos de plásticos. Cuando se cansaba de mandar, agarraba el tubo y las gafas de buceo y se sumergía en la orilla buscando..., cualquiera sabe que buscaba, personalmente, siempre pensé que lo hacía por presumir. Años después, lo confirmé.


Era pleno verano, agosto por la tarde, año mil novecientos ochenta, no existían ordenadores, play-stations, ni teléfonos móviles, la única diversión para unas niñas de siete años se hallaba en el rebalaje de la playa, entre palas de plástico, rastrillos mellados y pelotas de Nivea. Todas las tardes bajaba hasta la playa cogida de la mano de mi prima Julia y mi tía Manuela. Mi tía acarreaba un gran cesto de mimbre, que cobijaba en su interior el monedero, varias revistas del corazón, la merienda, dos esterillas y una toalla. La recuerdo como si fuese ayer, con su vestido de hilo, su pelo negro en permanente, regañando al mozo de las tumbonas por ocupar más espacio del debido, saludando con sorna al camarero guasón del merendero, bamboleándose entre las toallas extendidas con zancadas bruscas, hasta finalmente alcanzar la orilla, junto al fresquito del reflujo de la espuma marina. Luego, acomodaba la estera, nos quitaba la camiseta, nos embadurnaba con una crema espesa y, nos mandaba a la orilla a jugar, donde se encontraba mi peor pesadilla: Tomás.
Las primeras palabras que me dirigió fueron algo parecido a "quítate de ahí niña, que estorbas". No podía soportarlo. Las tardes se me hacían eternas junto a aquellos niños forasteros que parecían que venían de un mundo diferente al nuestro, como si todo lo que existiese en la ciudad fuese mejor que lo que teníamos en el pueblo. Además, para mi desgracia, resultó que mi tía hizo buenas migas con la madre de Tomás, y siempre procuraban sentarse lo más cercana posible la una de la otra.
Tomás solo tenía un año más que yo, ocho, aunque en comportamiento aparentaba ser menor. No sólo me hacía la vida imposible en la orilla, sino que el muy canalla me robaba la merienda. A media tarde, mi tía nos daba una puleva de chocolate y un bollycao, y no sé cómo sucedía, pero Tomás siempre acababa sustrayéndome parte. En ocasiones, cuando no lo conseguía por las bravas, venía suplicándome, adoptaba cara de niño bueno y me hablaba con voz inocente: «Andreaaaa, dame un buche, por fa», y yo, tonta de mí le ofrecìa la botella, y él, prácticamente se la bebía de un solo trago, y luego me la devolvía con una mueca traviesa, y ahí quedaba yo, patidifusa, con cara de tonta.  
Tomás tenía una hermana mayor, aunque rara vez la veía. Tenía quince años, y claro, se acomodaba en otra parte, lo más lejana posible a sus padres y a su repelente hermano, cerca de las rocas, junto a los chicos mayores. Se llamaba Virginia, polo radicalmente opuesto a Tomás, hablaba con dulzura, siempre con amabilidad, esbozando una sonrisa que invitaba a la confianza.
Siempre finalizaban las vacaciones la última semana de agosto. El padre de Tomás, era funcionario o algo así, y comenzaba el trabajo el primer día de septiembre. Cuando Tomás se iba, todo parecía más relajado, los niños jugábamos en la orilla sin sobresaltos, sin presión, aunque es justo decir que también sin organización, y sin nadie que nos dirigiese, al poco tiempo nos aburríamos y cada uno se iba por su cuenta.
Es extraño, pero cuando mi tía me daba la puleva y el bollycao, siempre buscaba con la mirada la figura de aquel mocoso madrileño que venía a robarme mi merienda.
Y no la encontraba..., y la echaba de menos.
Los veranos siguieron con la misma rutina hasta el año mil novecientos ochenta y seis, el año del mundial de fútbol en México, cuando Butragueño hizo cuatro goles a Dinamarca y el país entero soñaba que esa vez por fin sí, que ese año ganaríamos el mundial. Yo acababa de cumplir trece años y me había desarrollado como mujer. Dormía en una habitación con los armarios repletos de pegatinas de la revista Súper Pop, paredes empapeladas con posters de los Hombres G y fotografías de Don Johnson, el actor rubio de la serie "Corrupción en Miami". Aquel año habían inaugurado la peña de la juventud, donde íbamos los adolescentes con edades comprendidas entre los trece y los diecisiete años, el calimocho en litronas estaba de moda y los pantalones vaqueros rotos por las rodillas se consideraban lo más, de lo más.
Ocurrió el primer sábado de agosto, me encontraba en la puerta de la peña con mi prima Julia y unas amigas compartiendo un cigarrillo, en realidad, yo no me tragaba el humo, aunque fingía con cada calada un placer sublime, cuando una mano se posó sobre mi hombro desnudo. Me volví y allí estaba Tomás. ¡Cómo había cambiado en un solo año! Había dado un estirón, hasta casi alcanzar el metro ochenta, los hombros se le habían ensanchado y los brazos robustecidos. El pelo había palidecido y el rubio que luciera de pequeño se había vuelto castaño. Lo llevaba corto, peinado de punta en la cresta con los lados engominados, la mandíbula más cuadrada y los primeros brotes de un primerizo bigote asomaban inseguros oscureciendo la piel por encima del labio superior.
—Hola Andrea, ¿me das una calada?
Hasta la voz le había cambiado, era más ronca, más varonil.
—Tan gorrón como siemprecontesté.
—¿Y tú? tan simpática como siemprecontestó mientras comenzaba a descender los escalones de la peña junto a sus colegas, entre risitas y miradas altaneras.
Sentí confusión, el orgullo herido y, una inquieta quemazón en la boca del estómago.
Ocupamos un extremo de la barra de consumiciones, a una altura de un escalón superior al salón principal y con vistas directas a la pista de baile. De forma instintiva, mientras mi prima Julia y dos amigas pedían una litrona de cerveza para compartir, agucé mi mirada e hice un barrido de todo el local hasta localizarle, junto a los futbolines, formado en corro con sus amigos, moviendo los dedos de la mano sobre las cuerdas de una guitarra invisible.
Decidí ignorarle, a mí que se me daba. ¿Qué pensaba ese niñato? Que podía llegar de Madrid, decir hola y creer que caería a sus pies. Será ingenuo, pensé, pero lo cierto, es que no podía dejar de mirarle, entre sorbo y sorbo, entre calada y calada, giraba el cuello disimuladamente hasta encontrarle afinando su invisible guitarra. Fueron solo unos segundos, pero en uno de mis vistazos nuestras miradas coincidieron, y entonces él levantó la mano y me saludó, y yo me giré azorada. ¡Me había pillado! Intenté inmiscuirme en la conversación de mis amigas pero mi mente estaba en otro sitio. Quería hablarle, pero no me atrevía, ¿y si me ignoraba?, qué ridículo.
Mis cavilaciones inseguras duraron exactamente veinte segundos: el tiempo que invirtió Tomás en recorrer el salón atestado, plantarse frente a mí y preguntarme:
—¿Puedo hablar contigo?
Su tono de voz era de un volumen bajo e inseguro, diferente al que había usado en la entrada del local, eso hizo que mis nervios se agitasen con frenesí y que mi respuesta sonase como si tuviese las cuerdas vocales irritadas.
—Clarodije retirándome unos metros de mis amigas.
—¿Por qué me ignoras?preguntó de sopetón.
—No te ignoro, eres tú, el que va de chulole contesté a la defensiva.
La conversación continuó en un toma y daca continuo. Tú, no tú, tú más..., pero la inflexión de nuestras voces fue modulándose hasta alcanzar un timbre suave, e incluso en cierto aspecto, erótico. Una batalla dialéctica, donde ninguno quería ceder, porque precisamente ambos habíamos detectado que el mariposeo que sentíamos en el estómago era en gran parte debido a esa teórica distancia que nos separaba. A esa sensación irresistible hacia lo prohibido, hacia lo inalcanzable. La memoria me falla y, no consigo por más esfuerzo que hago, rememorar cada una de las palabras que intercambiamos durante aquélla fantástica noche, pero nunca he podido olvidar el final. A la hora fijada por mi padre, Tomás me acompañó a casa. Estiré el recorrido todo lo que el tiempo me permitió, zigzagueando entre las calles, alargando una conversación que por nada del mundo deseaba que finalizase. A falta de unos doscientos metros de distancia ralenticé la marcha, hasta que finalmente me detuve en una esquina, a salvo de la vista del balcón donde a buen seguro acechaba mi madre. Tomás lo entendió y se paró en seco. Durante un instante clavó sus verdes ojos en los míos, sentí vergüenza, no pude mantener la mirada y torcí  la cabeza. Él, delicadamente, con su mano en mi barbilla dirigió mi rostro hacia el suyo, cerró los ojos y acercó sus labios. Yo no me resistí, lo recibí ansiosa, aunque con timidez. Duró solo tres segundos, fue el primer beso de mi vida, fue, sin lugar a dudas, el mejor beso de mi vida.
Dicen que a esa edad no puede mantenerse una relación a distancia, pero Tomás y yo lo hicimos, y sin teléfonos móviles, ni facebook, ni twiter; mediante cartas postales y ocasionales llamadas al teléfono fijo de casa (pocas, que costaba mucho dinero). Aquellas misivas, revisadas una y otra vez, escritas con una pulcra caligrafía, acompañadas de un poema o de una declaración de amor, o en mi caso, con el sello de la huella de mis labios, eran en si misma la mejor de las manifestaciones amorosas. Recuerdo los viernes, cuando llegaba del instituto nerviosa porque sabía que ese día el cartero había pasado por mi casa. Y aquella emoción, cuando cerrabas la puerta de tu habitación y rasgabas el lacre ensalivado liberando el mensaje de tu amado. Y tengo que decirlo, Tomás escribía unas cartas preciosas, llenas de sentimientos. Nunca hubiese imaginado que bajo esa coraza de chico duro, de líder (por qué en ese sentido, seguía actuando como cuando tenía ocho años), se escondía una persona sencilla y apasionada. En ocasiones, conocedor de mi afición  por la música me enviaba cintas de casete que contenían grabados los últimos grandes éxitos del pop español, otras veces, me sorprendía con una postal, y de vez en cuando me escribía unos versos.
Lo cierto es, que cuando Tomás llegó al pueblo el mes de agosto de mil novecientos ochenta y siete, lo sentía conocer mejor que a mi propio hermano. Fue un verano inolvidable, en realidad, un mes inolvidable que se me hizo cortísimo. Por un momento, pensé que se hartaría de mí porque no me separaba de él ni un solo momento, y no por celos, ni por un sentimiento de posesión, sino simplemente porque así lo deseaba, porque a su lado cada día volaba.
El siguiente año, Tomás no vino. Había suspendido todas las asignaturas del curso y sus padres lo castigaron sin playa. Lo enviaron al pueblo de su yaya, una pequeña villa de la provincia de Soria. Lo odié, como cuando lo odiaba cuando éramos pequeños. Yo me había esforzado durante todo el año: estudiando, ayudando a mis padres en el ultramarinos familiar, apenas saliendo con mis amigas..., todo, para que mis padres me permitiesen un verano sin cortapisas, y él, ni siquiera aprobó educación física, era evidente, en mi opinión, que le traía al fresco venir a verme. Además, para aumentar mi enojo, durante aquel agosto sólo me escribió una carta, y encima para decirme que se lo estaba pasando muy bien.
Poco a poco la distancia fue haciendo mella. Casi dos años, es mucho tiempo. Las cartas que nos intercambiábamos fueron espaciándose en el tiempo, dejaron de ser tan frecuentes, y el recibimiento, tampoco era el mismo, la apatía se instaló en mi ánimo y leía sus palabras como las de un amigo común. La última conversación que mantuve con él fue antes del verano de mil novecientos ochenta y ocho, le telefoneé la víspera de San Juan, hablamos como si fuésemos dos desconocidos, fríos, al final me dijo que me quería, pero no le creí. Aquel verano, ni él, ni su familia vinieron al pueblo.
La vida, es una rueda que no cesa de girar y que te lleva de un lado a otro, y yo, como cualquier otra persona tengo la mía. Estudié filología hispánica en la universidad, preparé oposiciones y aprobé el examen consiguiendo la plaza en un instituto de mi pueblo. En el trabajo conocí a Javier, un profesor de matemáticas, nos casamos, tuvimos una niña y a los cinco años nos divorciamos. Javier se enamoró de otra profesora más joven que yo, no me dolió, quizá nunca estuve enamorada. Durante un tiempo me engañé, creí que el amor que le profesé a Tomás fue tan puro porque fue el primero, por la edad que teníamos, pero ahora lo pienso en frío, y sé que no, simplemente lo quise, como nunca quise a nadie. Ese sentimiento me estimuló aquel día del año dos mil ocho a acercarme a Virginia, la hermana de Tomás. Estaba en el mirador, sentada en uno de los bancos que otean hacia la playa, cuando con el rabillo del ojo la vi agarrada de un hombre alto que empujaba un carrito de bebé. Fue un impulso, nacido probablemente de la necesidad de cerrar un capítulo, de la curiosidad sana de saber cómo había tratado la vida a Tomás. Jamás hubiese imaginado la respuesta, Virginia me relató  que su hermano falleció a consecuencia de un accidente de tráfico el cinco de Julio de 1988, dos semanas después de mi última conversación con él. Sentí, que el mundo se derretía a mis pies, comencé a llorar y contagié a Virginia, nos fundimos en un abrazo emotivo, sincero, muy necesitado.
Permanecí allí durante largo tiempo, afligida, llorando, sintiéndome culpable y, despreciable. Las últimas palabras que Virginia me dijo seguían torturando mi cerebro: siempre te quiso Andrea, él siempre decía que lo mejor que le había pasado en la vida era conocerte, y yo por mi parte, me consideraba indigna de él, porque no volví a llamar, porque no luché lo suficiente por su amor, como estoy segura, él lo hubiera hecho por mí.
Estuve absorta, en trance, hasta que mi hija tironeó de mi jersey y me devolvió a la realidad. Entre lágrimas la miré, la cogí en brazos y la besé.
—¿Qué te pasa? —le pregunté cariñosamente.
—Ese niño me ha quitado el bocadillodijo señalándole.
Giré la cabeza y vi un niño pecoso, con el pelo rojizo y las rodillas magulladas, que organizaba una especie de juego de pilla pilla. Un grupo de zagales le miraban con atención, como si fuese un dios.
—¿Cuál de ellos? —le pregunté.
—Ese, —señaló— el que habla y dirige a todo el mundo —añadió.
Entonces, sonreí, y recordé con emoción aquellas tardes calurosas de mi infancia. Aquellas largas jornadas de playa y sol, de juegos y risas, de pulevas y bollycaos.


   


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