La prima de Julia


Año 2014. 1º Accésit XV Certamen literario de relatos cortos “relatos húmedos”. Asociación cultural “la aventura de escribir”, de Nerja, (Málaga). 




La prima de Julia

Yucatán (México). Cincuenta y ocho segundos antes del suceso. 
La silueta de un joven de unos trece años se asomó con lentitud al borde del precipicio. Posicionó los pies en un saliente y los acomodó con firmeza. Junto a él, sobre una superficie rocosa, depositó una mochila roja, una botella de plástico con un resto de agua mineral y un mapa arrugado y húmedo. Cerró los ojos y alzó los brazos en lo que parecía ser una plegaria religiosa. El sol apareció tras la estela de una nube de paso y comenzó a brillar con pujanza. El joven estaba empapado de pies a cabeza. La alta humedad flotaba en el ambiente desde primera hora de la mañana y su cuerpo no cesaba de emanar sudor. Una extraña sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios. Masculló unas palabras y se lanzó de cabeza al vacío. 
Durante tres segundos rasgó el aire, como un pájaro liberado tras años de enclaustramiento. Escuchó el sonido de algunos gritos rebotar contra las paredes de piedra natural y expandirse en la atmósfera como el eco de un rugido en las montañas. 
Después…

Yucatán (México). Tres horas antes del suceso. 
Felipe Negrete tenía trece años cuando ejecutó su último salto. Amaneció un día templado, de aire caliente y alta humedad, aunque Felipe no lo supo hasta varias horas más tarde, pues su odiado despertador no emitió el desagradable cacareo con el que solía despertarle todas las mañanas, al parecer se había quedado sin pilas. ¡Qué casualidad! Justo aquella mañana, el día que la prima de Julia llegaba de la ciudad, el día que se había programado la excursión con la que fantaseaba desde que finalizó el colegio, Felipe se quedó dormido. 
Aquella fue la primera señal. Mal augurio. ¿Cómo no la intuyó? Desde la infancia, su abuelo, el hombre más sabio del poblado de los Guantajaríes, que algunos incluso aseguraban que descendía de los mismísimos Mayas, le instruyó que todos los acontecimientos de la vida sucedían por alguna razón, que todo estaba escrito y predestinado, y que sólo era necesario detenerse unos segundos, reflexionar, leer los indicios y anticiparse a los hechos. Felipe no lo hizo. 
Luego la cantimplora. Su preciado tesoro. ¡Un año! Un año viéndola todos los días de la semana sobre una de las estanterías de su antiguo escritorio, junto a la vieja navaja que su padre le regaló en su undécimo aniversario, y la brújula que adquirió en una tienda de antigüedades del casco antiguo de México D.F. ¿Dónde estaba? ¿Era una broma? Corrió desesperado hacia la cocina. Una breve carrera y ríos de sudor empaparon su cuerpo, como si hubiese disputado una prueba de maratón. 
−Mamita, ¿dónde está mi cantimplora?
−Yo no la prendí –le contestó sin apartar la vista del cuchillo con el que desgranaba las judías. 
−¡Alguien la ha tenido que tomar! –exclamó furioso. 
−Ándale a preguntarle a tu hermano –dijo por toda explicación. 
Y dándose la vuelta se encaminó hacia el santuario (en el sentido más literal del término) dormitorio de su hermano mayor, con una determinación impropia de sus trece años, dispuesto, si hacía falta, a cantarle las cuarenta y a ponerlo en su sitio. Lo encontró de rodillas sobre un tapete ajedrezado rezando una oración a una imagen de la Virgen de Guadalupe, que presidia la pared sobre la que descansaba el cabecero de la cama. 
−Abraham –Felipe pensó que sus padres, como buenos descendientes del pueblo de los Guantajaríes, predijeron el futuro y acertaron con el nombre con el que bautizaron a su hermano−. ¿Tú tomaste mi cantimplora?
−Sí, se la presté al chavo de Manolo, el panadero –le contestó sin dejar de contemplar la imagen religiosa. 
−¡Era mía! 
−Felipe, el señor dice que hay que ser generoso y repartir con los pobres.
−¡Pero serás pendejo!, el hijo del panadero no es pobre, tiene más lana que nosotros dos juntos –dijo marchándose raudo, pues se avecinaba una discusión filosófica (qué digo filosófica, teológica) sobre el concepto de la pobreza y su repercusión en esta triste sociedad impura de consumo, sobre la que Felipe no mostraba ningún interés en participar. Aquella fue la segunda señal de un final nefasto. 
El último presagio de aquella mañana fue el bañador. ¿Y el bañador azul? Abrió el cajón de la cómoda y junto a su ropa de deporte, donde debía hallarse el bañador azul, encontró unos calzoncillos de su padre y unas ajadas bambas de su madre. «¿Pero esto qué es?, gritó». Comenzó a rebuscar entre las prendas textiles, con media cabeza introducida dentro del cajón. Sintió aumentar la sensación térmica. El sudor perlaba su frente y se deslizaba por el arco ciliar de los ojos, obligándole a entrecerrarlos. Constantemente se pasaba las mangas de la camiseta por el rostro secando la mojada piel pero inmediatamente ésta retornaba a un estadio húmedo y su tez morena volvía a brillar. Furioso, removió el contenido sin delicadeza alguna. Desde fuera la imagen recordaba una escena de dibujos animados con el personaje en el interior de un mueble y trapos volando en todas las direcciones. De nuevo corrió hacia la cocina. 
−¡Mamita! ¿Y mi bañador?
−¿El azul? –preguntó sin interrumpir su tarea con las judías. 
−Sí, ese –contestó con ansiedad.
−En la lavadora. Estaba muy sucio. 
−¿Qué? ¿Y cuánto se demorará la lavadora?
−Una hora más o menos.
Tercera señal. Gafe asegurado. 

Sustituyó la cantimplora por una botella de agua mineral,  se vistió con el bañador de su hermano mayor y emprendió la marcha por el camino que bordeaba el serpenteante río, hinchado tras las copiosas lluvias de la pasada noche. Calculó que si no se demoraba y mantenía un ritmo rápido alcanzaría al grupo antes de que llegase a la poza. Una densa nube de vapor de agua escondía el sol. La caminata se le hizo corta, su pensamiento estaba en la prima de Julia. Tenía el pelo rubio, liso y caído hasta los hombros, los ojos azules y los labios finos. Sonreía con timidez, encorvando el cuello y tapando parte de su rostro con el cabello. La conoció en las vacaciones de Navidad y desde entonces la imagen de su rostro perseguía sus sueños. 
A medio camino una tromba de agua le sorprendió mientras vadeaba un lodazal que se había formado en un margen, tras un estrechamiento del cauce del río. Inmediatamente buscó refugio bajo el cobijo de un frondoso y verde árbol que había crecido salvaje aprovechando los ricos nutrientes y sedimentos estancados en la orilla. Mientras cortinas de agua se precipitaban violentamente contra el suelo embarrado, Felipe se desabrochó el cierre de la mochila y se despojó de ella. Cogió la botella de agua mineral y tomó un largo sorbo. Hizo una pausa y bebió con ansiedad otro trago más. La sensación térmica aumentó súbitamente, y el sudor bañó toda su piel. Se quitó la camiseta y la usó en forma de toalla deslizándola sobre su torso desnudo y sobre los brazos pegajosos. Luego, la estiró y se la anudó a la cintura. Extrajo un mapa arrugado del bolsillo y estudió con detenimiento las rutas de senderismo. 
Contemplando la lluvia, en ese preciso momento en el que todos los ruidos de la naturaleza se silencian con el repiqueteo del agua colisionando contra el suelo, y la verde hierba y la tierra mojada expele ese inconfundible aroma a humedad, su mente retornó al primer instante en el que vio a la prima de Julia. Su majestuosa aparición en la fiesta del “Kiko”, embutida en aquel vestido rojo fuego, de escote picudo y ceñido a su grácil cintura. Ella sonreía y asentía con la cabeza, cuando su prima les presentaba a todos los invitados. Felipe sintió que las rodillas le flaquearon cuando la prima de Julia le estrechó la mano y le susurró al oído que por fin conocía al famoso Felipe Negrete. ¡Lo conocía! Un nudo en la garganta le impidió articular palabra. Fue incapaz de dirigirle una frase coherente en toda la tarde, por más que sus ojos la acosaran con insistencia. ¿Por qué ella no podía leerle la mirada? Desde aquel día, soñaba con la excursión y el reencuentro. Esta vez no se quedaría mudo. 

La intensa lluvia cesó tan rápidamente como había aparecido. La sensación de calor aumentó en décimas de segundo. Felipe continuó la marcha, segregando un sudor pegajoso que atraía con una fuerza irresistible a todos los mosquitos de la zona, como si su cuerpo transpirase miel. Alcanzó la cima del peñón a media mañana, empapado de pies a cabeza. Abajo, a unos tres metros, el grupo se extendía por un claro sin vegetación junto a la poza. Calculó que habían llegado hacía pocos minutos, algunos incluso aún cargaban la mochila sobre los hombros. Contabilizando a los dos monitores públicos, habría unas veinte personas. El sol emergió tras una nube grisácea. Colocó la mano sobre la frente a modo de visera, aguzó la vista y recorrió la figuras que se desperdigaban alrededor de la poza en busca de la prima de Julia. ¡Allí estaba! El corazón comenzó a latirle a cientos de pulsaciones por minuto y un extraño aleteo se instaló en la boca de su estómago. «¡No podía ser!», masculló furioso, Enrique se encontraba junto a ella. Su antagonista del colegio, su adversario en los deportes, su rival en la disputa por convertirse en el primero de la clase. El muy canalla había aprovechado su ausencia para intentar engatusar a la prima de Julia con sus chistes malos y sus inventadas (y fantásticas) historias de travesuras. Tenía engañado a todo el colegio pero a Felipe no se la daba, desde el primer día lo caló. «¿Por qué la toca? ¡será buitre! ¿qué le ha dicho? ¿por qué se ríe con él?», se preguntó mientras apretaba los dientes y cerraba el puño. 
― ¡Eh, chicos, ahí está Felipe! ―exclamó un muchacho señalándole.
Todo el mundo miró hacia arriba. Felipe agitó la mano en el aire y saludó efusivamente. La prima de Julia correspondía a su saludo. «¡Dios, que guapa estaba!». Enrique cambió su semblante, ya no reía, aunque el muy falso disimulaba su disgusto cuchicheando algo en su oído. Ésta sonrió ante el comentario. «¿Qué le habría dicho? ¡Será carroñero!». 
Tomó una decisión. Se iba a enterar aquel mequetrefe. Se despojó de la mochila y la colocó en el suelo junto al mapa arrugado y húmedo, y la botella de agua mineral. Acomodó los pies en el mismo filo de la roca y extendió los brazos en horizontal hasta formar la figura del ángel, luego los levantó hacia el cielo. Cerró los ojos y sus oídos percibieron aclamaciones, vítores y aplausos. Su vanidad le empujó a entreabrir un ojo. La prima de Julia observaba emocionada su arriesgada acción. Sonrió, masculló un «te vas a enterar Enrique», flexionó las rodillas y se lanzó al agua de cabeza. 

Yucatán (México). Poza del Inglés. El suceso
Fue un salto perfecto. El cuerpo recto, los brazos sincronizados hicieron su recorrido hasta extenderse sobre la cabeza en el momento justo y… ¿la entrada? ¡Oh, espectacular!
Emergió impetuoso, sonriendo, girando la cabeza como un modelo de revista que se deshumedece el cabello con un par de sacudidas. Estruendosos aplausos y gritos de ¡Felipe!, ¡Felipe!, ¡Felipe!, reverberaron en los cimientos del peñón y se propagaron en el ambiente como si fuesen las ondas expansivas de un explosivo detonado. Al contacto del agua templada todo el calor acumulado en su cuerpo desapareció. Braceó con parsimonia, sintiendo todas las miradas de envidia clavadas en su figura. Al tocar fondo, comenzó a caminar hacia la orilla, con lentitud, erguido, orgulloso, pavoneándose como un gallo de corral que se contonea entre las gallinas. Era maravilloso. De repente, durante unos segundos, todo el mundo enmudeció. Fue un silencio momentáneo pues inmediatamente se transformó en una algarabía de risas y mofas. Felipe miró a la prima de Julia, ella reía tímida, con el cabello ocultando unos ojos indiscretos. ¿Y Enrique? ¿Dónde estaba? Giró la cabeza y lo descubrió en el interior de la poza. Sostenía entre sus manos el bañador de su hermano, aquel que tuvo que elegir porque el bañador azul estaba en la lavadora.  
Felipe, instintivamente agachó la cabeza y miró su desnuda entrepierna, y en un acto reflejo se llevó las manos a sus partes íntimas intentado ocultarlas de un público que no cesaba de reír. 

Aquel fue su último salto. 

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