Un mandoble a bocajarro


Año 2.013. 2º clasificado. Certamen de relatos cortos “Asociación cultural la Peronilla” de Recas (Toledo).  

 

            Siete días.
            Eso es lo que calculó la aún lúcida mente de Rodrigo de Campuzano cuando tragó con ansia las últimas gotas de agua sucia del desgastado pellejo que colgaba arrugado de su hombro. Desde entonces habían transcurrido cuatro días y los síntomas de la deshidratación se dejaban notar en su maltrecho y castigado cuerpo. Tenía los labios pegajosos, las fosas nasales resecas y la piel tostada del rostro agrietada. Aquella mañana, al despertarse había perdido el equilibrio mientras orinaba una sustancia oscura y espesa. Las naúseas se arremolinaban en la boca del esófago y su mente comenzaba a divagar imaginando cascadas de aguas cristalinas deslizándose por su espalda. Debía encontrar un rio, un arroyo, una fuente, algún manantial que expulsara algún tipo de sustancia licuosa, la que fuese, cualquier cosa  antes de que la parca viniese a visitarle.




            Durante el trayecto, había encontrado bajo unos matorrales húmedos una diminuta charca de agua embarrada, apenas de varios centímetros de longitud, un pequeño hoyo más bien, de un color marrón y un olor apestoso, y sin embargo, Rodrigo evocaba cómo su paladar experimentó una sensación placentera, única, más sabrosa que una degustación en copa de cristal del mejor de los licores afrutados de Jerez.
            Examinó la herida abierta del muslo. Tenía un aspecto inquietante, rodeada de dos finas lineas de pus amarillento y sangre coagulada. Retiró con lentitud el pañuelo que la taponaba arrastrando adherida restos de piel muerta. Necesitaba agua, más que nunca. Agua para calmar la sed, agua para lavar la herida, agua para sobrevivir. Maldecía a aquellos dos hijos de mala madre, aquellos dos escorias de la peor calaña salidos de entre los matorrales como hienas carroñeras cobardes. ¿Como no los vio venir? Una duermevela al cobijo de un frondoso roble, y en un plis plas, brazos aprisionándole contra el tronco y un mandoble a bocajarro que le seccionó el abductor de la pierna derecha. Luego, nada pudo hacer, anudado de pies y manos comtempló como los dos rufianes le despojaban de su penco, su dinero y su jubón.  Se dejó caer sobre la árida tierra y cerró los ojos. Necesitaba descansar, necesitaba pensar. 
            El siseo sordo de una manada de aves le despabiló. ¿Una alucinación? No, no era eso. Solo un  recuerdo. Solo eso ¡La charca! Aquel líquido marrón resbalando por la comisura de los labios y aquella tierra mojada que tenía la virtud de serenar la sequedad de la garganta. ¡Qué deleitosa remembranza! Los quejidos de su estómago al digirir el barro eran insignificantes ¿Qué importaban unos simples retortijones y unos cuantos vómitos? Miró hacia el cielo. Un halo brillante de luz solar le cegó la visión, colocó una mano a modo de visera y vislumbró los perfiles de varios buitres danzando en circulo. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal estremeciéndole todo el cuerpo. Se insufló de fuerzas y comenzó a caminar, agua, tenía que encontrar agua.
            Al anochecer, las piernas de Rodrigo de Campuzano claudicaron, derrotadas en una batalla sin enemigos reales contra los que batirse en duelo. ¿De qué le servían sus conocimientos de esgrima? ¿Su fuerza bruta en el cuerpo a cuerpo? ¿Como podía guerrear contra la sed? En un último esfuerzo por mantenerse con vida buscó un refugio donde resguardase del sofocante calor. Encontró dos enormes moles de piedra gris, atravesadas en su parte superior por una lámina de roca, semejantes a los dólmenes celtas. Se adentró gateando en su interior y se acurrucó en una esquina con la piernas plegadas y la espalda encorvada.  El sueño le vino inmediatamente.
            Notó un cosquilleo en la herida del muslo, parecían unos delicados mordiscos, luego el sonido de una serpiente reptando, y de repente ya no sintió nada en la pierna. Tenía frio, mucho frío y sin embargo la frente le ardía. ¿Dónde estaba? ¿Qué eran aquellas extrañas piedras? ¿Quién era aquella mujer? ¡Que rostro más bello! Era un ángel, sin duda, tenía que ser un ángel. Intentó palpar su rostro, pero  apenas podía mover las extremidades, hacía varias horas que dejó de sentirlas, como si estuviesen bajo los efectos de unos narcóticos anestesiantes. Cerró los ojos. Necesitaba descansar, solo un momento.  
            Abrió con parsimonia un ojo. Le pareció intuir unas brasas consumiéndose en una chimenea. No podía ser, y sin embargo, ya no tenía frío. Movió la mano y la llevó a la herida de la pierna, se topó con unas blancas gasas de lino. Ese no era su ensangrentado pañuelo manchado de pus ¿Qué estaba pasando? ¡La mujer! Otra vez la mujer con rostro de ángel. Se acercó a él. Llevaba una tela en sus manos, estaba mojada y olía a tomillo y albahaca. Se la frotó con suavidad por el rostro ¡Qué placer! Sus labios tocaron la humedad del trapo y absorvieron el líquido. Le pareció oir una risas, pero ella no reía, colocó la mano bajo su cuello y le levantó unos centimetros la cabeza. El filo arcilloso de un cuenco se posó en su labio inferior y derramó agua fresca. Engulló un sorbito, despacio, desconfiado, su paladar lo identificó, era agua, agua fresca y limpia, y se lanzó con avidez sobre el cuenco. Las risas se multiplicaron por diez y creyó identificar algunos vítores de celebración, pero no estaba seguro. La mujer, empujó su cabeza hacia abajo, él no quería, anhelaba seguir bebiendo pero las fuerzas le abandonaron, los párpados le pesaban demasiado.
            Soñó con los dos rufianes. Uno de ellos, el más joven, tenía una cicatriz que le atrevasaba el rostro de derecha a izquierda. Él le había inmovilazado mientras el viejo desdentado le hundía la punta de la espada en el muslo. Luego mientras ataban sus pies y manos juntando tobillos y muñecas, mascullaban chanzas a su oido, babeando sustancias vicosas de saliva y mocos,  desprendiendo el pestilente tufo de una boca podrida. El recuerdo alteró su estómago y una bilis subió por su esófago. Apenas le dio tiempo a girar unos centímetros el cuello y dejar salir el vómito evitando ahogarse ¡Allí estaba otra vez su ángel! Prestó atención, deseaba guardar en su memoria aquel rostro. Los ojos verdes, casi turquesa, vivaces y despiertos, los labios carnosos, la nariz pequeña y el rostro blanquecino. El cabello le caía por el hombro hasta la mitad de la espalda ¿Y su  olor? ¿Qué olor era ese? Una mezcla de rosas y ramas de canela. Una aromática fragancia que inundaba sus fosas nasales y llenaba sus pulmones de dicha.
            Tranquilo, no hagas esfuerzo.
            ¡Qué voz! Era suave y armoniosa, como el susurro de una madre que acuna en brazos a su bebé. Rodrigo se dejó llevar por el ligero timbre de una voz que invitaba a la confianza y al bienestar: «Estás bien, no luches más, yo te cuidaré». Mientras le musitaba al oido las palabras, la mujer le atusaba el cabello, acariciándolo con suavidad y Rodrigo la observaba incrédulo. ¡Qué mujer! Tenía que conocerla, ¿cúal sería su nombre? Seguro que el nombre de una flor.
            Duerme, yo estaré aquí junto a tí.
            Tres horas más tarde, el reflejo de los rayos solares de la aurora se filtró a través de una ranura entre las rocas. El cuerpo inerte de Rodrigo yacía en la húmeda tierra de la caverna. Una hilera de gusanos se deslizaban con lentitud por su cabello, enredándose en el mismo, como si lo estuviesen acariciando. Sus labios entornados componían una amplia sonrisa.




           



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