
Madrid. 11 de Junio de 2.012.
Museo del Prado.
Como venía siendo costumbre
durante el inicio del mes de Junio, la fila de personas que esperaba pacientemente
a que las puertas del museo del Prado se abrieran, alcanzaba el kilómetro de
distancia.
La cuarta persona contando desde
el principio desentonaba con el resto de los allí presentes de forma notable.
Tenía aproximadamente quince años y estatura media. Lucía un pelo corto, teñido
de negro azabache con mechas de un color violeta brillante. Su rostro con
diminutas pecas en los mofletes, le infundía un aire angelical que contrastaba
notablemente con los tres pircings anclados en el labio superior y con
unos pendientes del que sobresalían dos calaveras siniestras. Vestía
completamente de negro, con unos pantalones piratas y una camiseta corta que
anunciaba el último álbum discográfico de ACDC.
Aurora miraba fijamente la noble
puerta de madera centenaria aguardando ansiosamente que el bedel anunciara la
apertura de la pinacoteca. Había decidido terminar cuanto antes. La tarea
impuesta para el fin de semana consistía en realizar un trabajo de
investigación sobre un cuadro, con un límite máximo de diez folios. Debía
contextualizarlo en una época, identificar el estilo pictórico y exponer los
rasgos y características propias del movimiento en el que se encuadraba. Y lo
más importante, tenía que describir sus sensaciones más íntimas, su impresión
personal, sus sentimientos al observar la obra. «¿Mis sentimientos? ¿Qué
demonios quería D. Alfredo?» se preguntó Aurora en más de una ocasión, desde
que viejo profesor le encomendó la tarea.
Aurora penetró con decisión en el
aquel fabuloso templo del arte, tras abonar una entrada de dos euros gracias a
la reducción del carné de estudiantes. Estaba completamente decidida a no
dedicar ni un minuto de más al engorroso ejercicio impuesto. Seleccionaría aleatoriamente
un cuadro, tomaría algunas notas y abandonaría el museo. Ya por la noche en su
habitación, indagaría en internet buscando
información de dicho cuadro, escribiría cualquier historia añadiendo
comentarios personales, y santas pascuas. Don Alfredo no iba a fastidiarle
aquel soleado sábado. Comenzó a caminar por las primeras habitaciones mirando
fugazmente los lienzos expuestos en las blancas paredes. Intentaba localizar
alguno que le llamara la atención. Ninguno le decía nada. «¿Cómo podía la gente
llamar a aquellos dibujos obras maestras?, pensaba». Al llegar a la sala
impresionista, redujo el paso. Su mirada comenzó a detenerse en los paisajes
bidimensionales llenos de luz y en aquellas superficies de agua y nieve plagada
de reflejos cromáticos. Las cortas pinceladas aparentemente sin forma, y al
mismo tiempo tan armónicas, proporcionaban un conjunto impresionante. Situada
frente a un cuadro de Monet, Aurora recordó la clase de don Alfredo cuando les
explicó el origen de la palabra impresionismo. Un crítico de arte de la época,
vaticinó que el lienzo “impresión atardecer” de Monet era una sucia tela, y que
desde luego originaba “impresión”. En aquel momento y, para desgracia de D.
Alfredo, la clase se mostró de acuerdo con la citada afirmación.
Atravesó la sala impresionista y
entró en una amplia sala de “Arte Barroco”. Había escuchado mil veces a sus
padres hablar de “Las Meninas”, de “La Rendición de Breda”, y de la no sé qué
de “Vulcano”, y ahora, allí estaba ella, contemplando lo que tantas noches
había oído comentar. Decidió dedicarle diez minutos, nada perdía. Velázquez la
cautivó. Los diez minutos se convirtieron en veinte. La exactitud de los
detalles, la sensación de los volúmenes y el gran dominio de la luz, presentes
en todos los retratos del artista sevillano, afloraron en Aurora un sentimiento
nuevo de idolatría por aquel hombre del S. XVII que fue capaz, como nadie, de
captar con un pincel y una paleta el estado de ánimo de todos los personajes
que posaron ante él.
A medida que transcurría la
mañana Aurora dejó de tener prisas. Empezó a examinar más detenidamente las
obras expuestas. Ocasionalmente preguntaba a las numerosas guías que pululaban
por el Museo algún detalle que había despertado su atención. El trabajo se
convirtió en un placer, y como siempre decía su padre, “no hay persona más
dichosa en este mundo que aquel que disfruta en su trabajo”.
Frente a un retrato del maestro
holandés Rembrandt, Aurora extrajo de un bolsillo de su pantalón una pequeña
libreta con tapa de cartón amarillo, y comenzó a garabatear algunas notas,
cuando inesperadamente la aparición de una excursión de estudiantes japoneses
la obligó a retirarse hacia una esquina. Quedó frente a un cuadro de autoría
desconocida. En una placa dorada únicamente rezaba grabada una escueta
información: “Escuela Barroca. Año 1.958.
Anónimo. Encontrado en un sótano durante las obras de excavación de una casa en
el Barrio de la Latina de Madrid”.
El lienzo mostraba una mujer de
unos cuarenta años, pelo canoso y rostro cansado tomando un café en la terraza
de un bar de una estación de tren. Tras ella, y tras una nebulosa de humo de
tabaco, se apreciaban las figuras difuminadas de otros clientes charlando
animadamente alrededor de una mesa de tablero gris sobre el que descansaban tres
copas de brandy. Algo en aquel cuadro la mantuvo apostada a un metro de
distancia. Quizás fue la mirada apagada de la protagonista, o quizás fue el
contraste de acciones en una misma escena. Nunca lo supo, lo cierto es, que
inconscientemente sus pensamientos se trasladaron al cuadro, y su imaginación
se desbordó.
Madrid.—
3 de diciembre de 1.958.
Estación de Atocha. Hacía frío,
un aire gélido se filtraba entre las ranuras mal selladas de los cristales de
la bóveda de la estación, provocando que los viajeros se guarecieran tras
abrigos gruesos, bufandas de lana y sombreros encasquetados hasta las orejas. A
pesar del intenso frío, Carmen no sentía nada. La tristeza y la desolación
habían invadido su habitual buen ánimo, castigando su autoestima, adueñándose
de todos sus sentimientos optimistas. Su mente no dejaba de preguntarse ¿Por
qué? ¿Por qué?
Se encontraba sentada sobre una
silla de madera barnizada, frente a un
tazón de chocolate caliente, en la
terraza de la vieja cafetería de la estación. Llevaba el sombrero beige
y el abrigo verde que había comprado hacía un mes en una elegante boutique de
la Gran Vía que importaba ropa confeccionada de París. Fue en dicha tienda
donde conoció a José. Estaba probándose unos zapatos de tacón alto, cuando el sonido
de la campanilla anunció la llegada de un nuevo cliente. Instintivamente
levantó la cabeza y lo vio acercarse al mostrador con aquella forma de caminar
tan segura que él lucía en sus elegantes movimientos.
José era alto, de un metro
ochenta y cinco aproximadamente, pelo negro peinado hacia un lado, ojos grandes
y verdes. Tenía unos labios muy finos y una sonrisa cautivadora. Aquel día,
llevaba un traje gris de algodón y
zapatos de piel.
Durante más de media hora,
atendidos cada uno por sus respectivas dependientas, Carmen y José estuvieron
probándose diferentes prendas: zapatos, abrigos, sombreros. Entre muda y muda
la conversación comenzó a fluir, y fue pasando de las inclemencias del invierno
madrileño, al contagio del espíritu navideño, que ya en aquella fecha, invadía
a todos los hogares españoles. Justo cuando la situación empezaba a prolongarse
demasiado y las dependientas miraban con recelo, él preguntó:
—Señora Carmen, ¿Le gustaría
tomarse un café, o quizás una buena taza de chocolate?
—¿Por qué, no? —dijo Carmen con
entusiasmo, incapaz de ocultar su satisfacción.
El café únicamente fue un
prólogo, que continúo al día siguiente con el primer capítulo. Al que siguió
otro más, y a este, otro más. Durante un inolvidable mes de noviembre ambos se
hicieron compañía. Desayunaban café con leche caliente y churros. Paseaban a
media tarde por el centro, deteniéndose en los ornados escaparates de los
comercios, contemplando el alumbrado navideño que ya decoraba la Puerta del
Sol. En algunas ocasiones, cuando acompañaba el tiempo, se acercaban a tirar
migas de pan a los hambrientos peces del rio Manzanares, y los fines de semana,
como dos enamorados quinceañeros, arrendaban una barca en el lago del Retiro.
Furtivamente, a salvo de miradas indiscretas, se besaban y acariciaban por
encima de los gruesos ropajes.
Carmen vivía con intensidad
infinita el romance con el que había soñado desde que era una niña. Con anhelo,
con impaciencia, con pasión. Cada día se sentía más enamorada. Cuando veía a
José su corazón se empequeñecía y unos nervios que no podía, ni quería
controlar, comprimían su estómago.
Un lluvioso sábado, José comunicó
a Carmen que necesitaba realizar un
viaje de negocios, pero que en una semana retornaría. El día de la partida,
Carmen le acompañó a la estación. Se había ataviado con un sombrero beige que
le cubría de la lluvia, un vestido crudo recién comprado y un abrigo verde
hierba, con la pretensión de que José se llevase una grata última imagen de
ella. Cuando un hombre con un desgastado uniforme azul anunció que el tren
hacia Oviedo partía, José se volvió hacia Carmen y asiéndola de los hombros le
dio un húmedo y apasionado beso en los labios. Seguidamente posó con delicadeza
sobre su mano, un sobre cerrado de color amarillento y le dijo:
—Ábrelo después de que el tren
haya partido, por favor.
—¿Qué es? —preguntó ella.
—Tengo que irme — dijo él,
mientras una lágrima se deslizaba por su rostro.
La locomotora inició lentamente
su marcha. Un ruido chirriante emergió de los raíles cuando las ruedas ferrosas
comenzaron a girar, mientras un espeso y humo negro emergía de las anchas
chimeneas de los primeros vagones.
Carmen rasgó temblorosamente el
sobre, y encontró una carta en su interior. Extrajo sus gafas de leer del
bolso, y leyó:
“Lo siento muchísimo, pero no
he podido decirte esto personalmente. Soy un hombre casado y tengo dos hijos.
Hace tres meses tuve una fuerte discusión con mi mujer. Después de esa
discusión, y para evitar que mis hijos pudiesen contemplar un hogar roto, vine
a Madrid. Ahora ella arrepentida de su comportamiento me ha pedido que vuelva
por el bien de la familia. Probablemente pienses que te he utilizado, pero te
prometo que nunca fue esa mi intención. Eres una de las personas más
maravillosas que he conocido, y nunca te olvidaré”.
José
Carmen levantó la vista del papel
buscando infructuosamente la ya lejana silueta del convoy que abandonaba la
estación. Había esperado cualquier cosa, un viaje por negocios, una enfermedad
que le obligara a ingresar en un centro, pero aquello, aquello no. Por nada del
mundo. Volvió a releerla entre lágrimas, pensando que quizás no había
interpretado correctamente lo escrito. Al llegar al final, se sintió
físicamente débil, y fatigada, y en el plano espiritual, completamente
desdichada. Caminando como un fantasma, ajena al resto de transeúntes que la
miraban como si estuviese ida, se dirigió a una cafetería que anunciaba en una
pizarra negra, café a dos reales de pesetas.
Parsimoniosamente, como si
cuidara que el vestido que llevaba encima no se arrugase, se sentó en la
primera mesa que encontró libre, delante de unos caballeros que fumaban y
bebían coñac. Mientras aguardaba un chocolate, su mente no podía parar de
preguntarse ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
El tren procedente de Sevilla
arribó a la estación de atocha diez minutos antes de que José entregara a
Carmen su carta de despedida. Del quinto vagón contando desde el final, se apeó
un hombre de mediana estatura, moreno de piel y aspecto bohemio. Llevaba un
viejo abrigo marrón, con parches en los codos, pantalones negros desgastados y
una boina francesa. El único equipaje que portaba era una cartera de cuero
negro, del que sobresalía la parte superior de un cuaderno de pintura
apergaminado. Del bolsillo superior del abrigo, asomaban un puñado de lápices y
pinceles.
Su nombre era Diego, y su
profesión, como él decía, pintor.
Nada más apearse del tren se
dirigió a una cafetería que anunciaba “cafés a dos reales de pesetas”.
Necesitaba tomar alguna sustancia líquida y caliente. Después de dieciséis
horas de viaje soportando el frío manchego que se filtraba, inmisericorde,
entre los barrotes del techo de los vagones de la locomotora, su cuerpo
demandaba urgentemente una subida de temperatura. Además, como un adicto
observador de la vida, le fascinaban las cafeterías, tenían algo especial, algo
que conseguía cautivar a toda clase de personas: pobres, artistas, buscadores
de sueños, emigrantes, deprimidos…
Aquel día, sin embargo, no
encontró nadie que mereciera su atención. Ningún rostro le decía nada. Nadie de
los allí presentes merecía ser estudiado, y mucho menos pintado.
A los diez minutos, tomó asiento
en la terraza de la cafetería una mujer con un abrigo verde y un sombrero
beige. Su rostro estaba pálido. Tenía una expresión absorta, como si su cuerpo
estuviese allí, pero su mente en otro sitio. Le afligía una tristeza profunda,
una pena que Diego como observador cultivado de personas conocía muy bien. Una
amargura que únicamente podía ser
provocada por un desamor. Instintivamente,
extrajo su cuaderno de pintura, y asiendo un lápiz con carboncillo comenzó a
trazar los contornos de su figura. Su mano firme se deslizaba, sobre el papel
esculpiendo los perfiles de los ojos y de la nariz. Había tantos detalles que
captar que su pensamiento comenzó a divagar. ¿Qué ocultaba esa expresión tan
triste? ¿Por qué a pesar de la profunda amargura sus ojos parecían brillar? ¿De
dónde había salido aquella mujer que parecía al mismo tiempo tan viva y tan
muerta?
Cuando finalmente terminó, decidió
postergar el color, impulsivamente se levantó y se encaminó hacia Carmen, se
posicionó frente a ella, y dijo:
—Perdone mi atrevimiento. Mi
nombre es Diego Martín. Soy pintor y no tengo donde caerme muerto. He notado
que no ha probado el chocolate que ha pedido y supongo que estará helado. Me gustaría invitarla, ¿le
apetecería una taza de café, o quizás una buena copa de coñac?
Carmen miró fijamente aquel
individuo. Pensó ¿pero quién es este tipo? Su primera reacción fue mandarlo a
freír espárragos, sin embargo un impulso alocado la contuvo. Quizás su aspecto
desaliñado, o esa curiosidad extraña que despiertan los artistas en todo el
mundo, o quizás simplemente fue ese atrevimiento con el que habló en un acento
andaluz muy marcado, lo cierto es, que fuese lo que fuese, por un instante sus
labios se sellaron y su voz enmudeció, sin embargo, al mismo tiempo, una débil
vocecilla surgió en su mente susurrándole palabras de aliento, de ánimo.
Paulatinamente esa voz fue modulándose adquiriendo un timbre más seguro, inconformista,
orgulloso.
Un largo minuto permanecieron
mirándose mutuamente en completo silencio. Lentamente Carmen entreabrió los
labios, y con una tímida sonrisa, dijo:
—¿Por qué, no?
Madrid. 11 de Junio de 2.012.
Museo del Prado.
—¡Hola Aurora!— dijo una voz
melodiosa, despertándola de su ensimismamiento.
Aurora se giró a la izquierda y
vio a Daniel. Daniel, estéticamente representaba a todo lo que ella se oponía.
Era el típico empollón, que vestía pantalones de pinzas gris, camisa a cuadro y
corbata. Siempre llevaba gafas de pasta negra y un peinado antiguo con la raya
hacia un lado. Sin embargo, aquel sábado estaba distinto. Lucía unos pantalones
vaqueros azules desgatados por las rodillas, camisa negra de zara con cuello en
pico y botas camperas. Unas lentillas sustituían sus horrorosas gafas de pasta,
y el pelo engominado suelto le confería un aire rebelde.
—¡Joder Daniel!, no te había
conocido —exclamó realmente sorprendida.
—Los fines de semana me gusta
vestir un poco más informal —contestó Daniel con naturalidad, señalando su
vestuario.
—Estas mucho mejor así —dijo
Aurora con sinceridad.
—Siento si te he asustado, pero
me ha sorprendido verte aquí.
—No me has asustado. ¿Pero qué
haces tú aquí si sacaste un diez en el examen? — preguntó ella con curiosidad.
—No es necesario, aprobar o
suspender un examen para venir al Museo del Prado —contestó él con una
sonrisa.
Hasta aquel día las
conversaciones más usuales que habían cruzado ambos se limitaban a un “buenos
días” o un “hasta mañana”. En alguna ocasión Aurora se había acercado a él para
pedirle apuntes, y aunque sus amigas decían que aquel niñato sabelotodo nunca
les dejaba nada, a ella nunca se los negó.
De hecho, y a pesar de las diferencias que los separaban, Aurora
presentía que detrás de esa fachada de pijo, Daniel era un gran tipo.
—Suelo venir muchos sábados —dijo
Daniel rompiendo el silencio que se había instalado entre ellos tras su último
comentario. Para mí el arte es algo más
que una asignatura que estudiar. Me fascina la pintura. Muchas veces puedo
mirar un cuadro durante horas, y me imagino que estaría pasando en ese momento.
No estoy loco, sabes — dijo de repente al ver como
Aurora dejaba de mirarlo y nuevamente fijaba su atención en el cuadro de la
mujer del abrigo verde.
—Lo sé Daniel. Creo que sé de qué
me hablabas. No te enfades —contestó Aurora dulcemente.
Continuaron hablando de sus
gustos y preferencias, mientras avanzaban por las diversas galerías del
Museo. De vez en cuando Daniel la
obligaba a detenerse frente a una pintura, y mientras ella observaba
atentamente, él le narraba la historia que escondían sus personajes. Le
explicaba el significado, las técnicas usadas por el artista, el tratamiento de
la luz, le diseccionaba el cuadro.
Tras más de tres horas, que a
Aurora le parecieron veinte minutos, Daniel dijo:
—En las puertas del Museo hay una
cafetería chula ¿te gustaría tomar un café, o quizás un helado?
Aurora lo miró, y con los ojos
brillosos, las mejillas coloradas y una gran sonrisa, le contestó:
—¿Por qué, no?
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