Lucas Rondón releyó la noticia una vez más. Unas escuetas lineas insertadas
dentro de la sección de sucesos anunciaban la muerte del profesor Rodrigo
Hierro, catedrático de Historia Antigua, colaborador de prestigiosas revistas
científicas y autor literario de renombre y prestigio. El cadaver -decía el
artículo periodístico- fue encontrado a primera hora de la mañana. Las primeras
investigaciones policiales apuntaban a que el profesor se topó con una banda de
ladrones quiénes al verse sorprendido por su presencia lo asesinaron. El estado
de la vivienda, completamente revuelta y desordenada confirmaba la hipotesis
del robo, si bien en un principio no se descartaban otras líneas de
investigación.
Lucas, dejó el
periódico sobre la mesa camilla, y se retrepó contra el respaldo del mullido
sillón de piel sobre el que solía descansar sus gastados huesos mientras consumía
una merecida vejez devorando libros antiguos, algunos de primera edición
rubricados de puño y letra por sus respectivos autores. Asió un cigarrillo
rubio con manos temblorosas y lo encendió inspirando una profunda calada. La
nicotina recorriendo los pulmones supuso una especie de anestesia que adormiló
durante unos breves segundos sus agitados nervios. Desde hacía un par de años
percibía que se acercaba la hora final, que el momento había llegado. Toda la
responsabilidad recaía por primera vez en él. Comenzó a sudar copiosamente a
pesar de las bajas temperaturas que azotaban aquel invierno que no parecía
querer acabarse nunca.
Una escena
retrospectiva acudió a su mente. Tenían solo ocho años y un mundo entero por
descubrir. Se vio de niño, junto a Rodrigo, Alfonso, Diego y Javier, sus
cuatro inseparables amigos
zascandileando entre las sinuosas callejuelas bajo el cobijo de las altas
murallas de adobe y argamasa que mantenían la defensa de la ciudad. Recordó la
desconfianza que los inundó en un primero momento cuando penetraron en la regia
mansión abandonada, y como ante la visión de todos aquellos tesoros, las
iniciales cautelas quedaron olvidadas transformandose raudamente en una
secuencia de alborozo y entusiasmo. Comenzaron a corretear y a disfrazarse con
ropas de señor feudal, portando escudos veteranos de guerras, raidos
guantaletes y pesadas espadas con
numerosas muescas testigo de las batallas en la que tomaron parte. Se retaban
unos a otros, imaginándose caballeros de alta nobleza, chocando los filos del
acero y adoptando posturas esgrimistas. No era la primera vez que practicaban,
pues durante las largas tardes del verano entrenaban con espadas de madera bajo
los pinos boscosos del estanque. El
teatro de la batalla que interpretaban entre los muebles del salón quedó
interrumpido bruscamente cuando Rodrigo en un mal lance perdió la espada
yéndose a colisionar frontalmente contra un espejo prendido en una pared
lateral de la habitación. Los cinco zagales quedaron en silencio observando el
espejo sobre el que se había estampado el arma. Se encontraba intacto, a pesar
de que el choque fue descomunal. Se trataba de un espejo plano, cuadrado, de
unos cincuenta centímetros de ancho y largo. Alrededor del mismo, un marco
pulido en dorado con incrustaciones barrocas que representaban escenas de
monstruos marinos, dragones de tres cabezas y rostros humanos deformes y
agónicos aprisionaba el cristal. Un halo de luz apenas perceptible y de un tono
azulado brillaba sobre la superficie vidriada. Se acercaron lentamente hacia
él. Javier, el de más altura, lo asió y lo colocó a la altura de sus rostros.
Un escalofrío atravesó el cuerpo de lo muchachos erizándole la piel. El espejo
no devolvía ninguna imagen de ellos. Solo un reflejo opaco donde se entreveía
las siluetas de los muebles ubicados al fondo del salón. Eran invisibles.
Instintivamente comenzaron a tocarse el rostro, y a mirarse unos a otros
confusos ante aquel suceso científico al que no encontraban explicación. Al
poco tiempo, Alfonso comenzó a golpear con el puño metálico de una daga la
superficie vidriada. Cada golpe era repelido por el cristal como si se tratase
de goma amartiguadora. Pronto, todos ellos comenzaron a lanzar furiosamente
objetos macizos contra el espejo. Ni un solo rasguño. La luna seguía indemne al
maltrato sufrido, es más, con cada golpe la superficie parecía brillar con
mayor intensidad. Romper el cristal se convirtió en una cuestión de honor.
Durante horas hicieron colisionar toda clase de objetos, intentaron rayarlo
usando armas y filos cortantes, e incluso lo arrojaron con fuerza contra el
suelo, pero nada hizo quebrar el vidrio. Fatigados y bajo las sombras de la
noche que se cernían sobre un cielo estrellado retornaron a sus casas. Al día
siguiente atraídos por una extraña sensación volvieron al viejo caserón.
Nuevamente la emprendieron a golpes contra el espejo, con iguales o incluso
peores resultados, pues un rebote de un objeto puntiagudo fue a estrellarse
contra el rostro de Diego ocasionandole una herida bajo el ojo derecho. Día
tras día, los muchachos se afanaban en la rotura del cristal. Habían olvidado
el trabajo, los juegos e incluso los peligros que se cernían sobre la ciudad.
Como si de robots programados se tratasen, al alba encaminaban sus pasos hacia
el viejo caserón, atraídos por una fuerza irresistible e invisible que se había
adueñado de sus voluntades, y que únicamente desaparecía con la caída del sol.
Es en ese momento, cuando los muchachos recobraban la cordura y juraban y
perjuraban que jamás volverían, pero al día siguiente, cuando el sol despuntaba
en el horizonte, todos ellos dirigían sus pasos hacia allí como automatas
teledirigidos por una fuerza superior. Y otra vez, al anochecer, la sensación
se diluía tan rápido como había llegado y emprendían el camino de vuelta a sus
casas. Así, día tras día, noche tras noche, durante tres años.
Por fin, durante un atardecer,
cuando la sensación invisible comenzaba a abandonarlos, Rodrigo dijo:
—Haremos un
juramento de sangre para no volver aquí jamás.- los demás asintieron, pues
desde hacía tiempo no descartaban ninguna opción por más que la misma se
tornara absurda o vana. De esta forma,
asieron una daga y deslizando el acero sobre la tierna piel de las yemas de los
dedos se autolesionaron dejando escapar unos hilos de sangre. Juntaron los
dedos en el aire, y exclamaron en voz alta:
—Juro que jamás
volveré.
Al mismo tiempo
que sellaban el compromiso, unas gotas de sangre descendieron subitamente hasta impactar contra el cristal, que al
contacto del espeso líquido, y con un estridente ruido chirriante, se
resquebrajó en cinco partes de iguales y proporcionales dimensiones. A la
percepción del crash, al unísono los cinco muchachos bajaron la cabeza y
encontraron la imagen de sus rostros. Un reflejo extraño. Cada uno de los
trozos en que el espejo quedó roto reflejaba la imagen de uno de los chicos.
Nada se mezclaba entre uno y otro. Nada se distinguía al fondo. Únicamente sus
rostros. Cambiaron de posición, y cada fragmento de cristal continuaba
devolviendo la misma imagen. Incluso se retiraron uno metros y allí seguía la
imagen como si de una fotografía se tratase. Todos sonrieron, no sabían si
aquello era bueno o malo, pero al menos era un cambio. Habían roto el espejo.
Lucas Rondón apoyó las palmas de las
manos sobre el reposabrazos del sillón e impulsándose se levantó hasta ponerse
de pie. Sin un minuto que perder enfiló sus pasos hacia la habitación, abrió el
armario empotrado y asió una vieja maleta de viaje. La depositó sobre el lecho
horizontalmente, descorrió la cremallera y comenzó a introducir cinco
pantalones, cinco mudas de ropa interior, cinco camisas y cinco pares de
calcetines y calzados deportivos. Sobre el montón de ropa colocó un cofre de
piel curtida ornado con anagramas, una lampara de hierro abarquillado, tres
velas de cera y un viejo libro
encuadernado con un forro granate de cartón, que escondía unas páginas
apergaminadas cosidas a mano con esmero y dedicación. Tomó el equipaje, descorrió el cerrojo de la
puerta y sin mirar atrás salió dando un portazo. Una hora más tarde, Lucas
sentado sobre una incomoda silla de plástico anclada a la pared por unos
gruesos tubos metálicos, aguardaba en la sala de espera de la estación Atocha
la salida del tren de alta velocidad que lo llevaría a Málaga. Desde allí
tomaría un autobus hacia la villa de Anayintana, su lugar de nacimiento. El
suyo y el de sus amigos de la infancia.
Anayintana había sufrido una
transformación significtiva desde la última vez que Lucas Rondón la visitó,
hacía ya más de cincuenta años. En realidad, la villa dominadada por el alto
camparanario agrietado que presidía la plaza mayor, continuaba abandonada,
muriendo lentamente bajo la atenta mirada de unos arboles cipreses que se
negaban a fallecer tristemente, pero los alrededores habían cobrado vida, y
donde antes había ruinas ahora se erigían cortijos, aperos de labranza y casas
de campo encaladas en blanco, ocre y rojo ladrillo.
Frente a la antigua fábrica de miel,
Lucas abrió la maleta, aferró con delicadeza el cofre y lentamente abrió la
tapa descubriendo el contorno de una llave antigua de hierro con el grabado de
cinco iniciales soldadas a la parte superior. Luego abrió el vetusto libro
granate y desplegó la primera página. Se trataba de una especie de mapa, un
croquis de habitaciones junto con unas reseñas escritas a mano en una
caligrafía infantil. Ojeó los objetos y los volvió a depositar en la maleta.
Comenzó a caminar por las estrechas
y adoquinadas callejuelas del entremado urbano de Anayintana. Las casas
desocupadas y en estado de abandono se resistían a morir luciendo en sus
fachadas pinturas abstractas, murales conmemorativos e inclusos emblemas de
partidos políticos. En la plaza principal del pueblo, rodeando lo que en otros
tiempos fue un abrevadero, unos tablones apoyados sobre latas de pintura y
cubos de plástico dibujaban los contornos de un circuito de bicicletas. Lucas
Rondón esbozó una sonrisa al contemplar aquella obra de ingeniería manual
realizada por unos muchachos tan inquietos y traviesos, como los fueron él y
sus amigos.
Lentamente las sombras de la noche
se precipitaron sobre la villa. ¡Había llegado el momento!. Se encontró frente
al negro y amplio portón de madera de
roble, enmarcado entre dos gruesos travesaños que flanqueaba la entrada al
viejo casón señorial. Camino unos pasos e
introdujo la llave en la cerradura girándola fuertemente hacia la
derecha, al mismo tiempo que empujaba la hinchada madera del portón. Abrió la
maleta de nuevo, cogió la lampara, y ahuecando la palma de la mano encendió la
vela. Al resplandor del halo de luz provocado por el cirio, se manifestó la
silueta del imponente salón donde muchos años atras los cinco muchachos pasaron
todos los días de tres largos años. Un sentimiento de congoja le atravesó la
espina dorsal causándole un escalofrío que le recorrió todo el sistema
nervioso.
Olía a humedad. El moho se expandía
por las paredes en lineas descendentes como si fuesen grafitis pintados que
representaran el recorrido de unos rayos que presagiaran una tormenta
eléctrica. Lucas decidió no prestar ateención al fuerte olor y siguiendo el
plano, entró en lo que otros tiempos sería la cocina de la mansión. A la
velocidad que sus viejos huesos le permitian se arrodilló, encorvó la espalda e
introdujo la cabeza y parte de su tronco bajo los restos de una pila de lavar.
Usando un madero presionó sobre el borde una baldosa y haciendo palanca la
levantó descubriendo un agujero. Dentro del hoyo había un paño que quizás fuese
blanco, pero que ahora aparecía sucio y
terrenoso. Lo sujetó con cuidado y lo desplegó. El brillo azul de un trozo de
cristal que reflejaba el rostro infantil de Alfonso, resplandeció entre las
paredes en ruinas de la vivienda iluminando la estancia con una luz
intensamente cegadora. Guardó el trozo de cristal en la maleta, tomó el libro y recorrió las páginas hasta
descubrir el perfil delineado de un nuevo mapa en cuyo encabezamiento figuraba
el nombre de Diego. Ascendió las augustas escaleras curvadas y penetró en el
dormitorio principal. Contó cuatro pasos desde la puerta, luego tres más a la
izquierda, se arrodilló y levantó con gran esfuerzo una pesada losa de arcilla
seca, desvelando un hueco bajo el suelo. Introdujo las manos y extrajo un nuevo
trozo de cristal envuelto en un sucio trapo reflejando el rostro de Diego.
Media hora despues, tras repetir tres veces la misma operación por las
distintas estancias del palacio, Lucas regresó al salón principal de la casa y
se posicionó frente a la pared donde encontraron el espejo por primera vez.
El aullido del viento comenzó a
sonar en el exterior. El sonido agudo y cortante producido por el dios Eolo,
asemejaba a un grito lastimero que pide
clemencia entre una muchedumbre enfervorecida ávida de muerte y sangre. Lucas
Rondón sintió erizarsele los vellos de la piel. Durante un momento incluso tuvo
la extraña sensación de que unas sombras danzando en circulo a su alrededor se
movían al compas del sonido del viento. El ruido provocado en la oscuridad por
un gato que se escabullía entre trozos de madera podrida le aceleró el corazón.
Intentó serenarse, en vano, su respiración agitada mantenía en alerta todos los
sentidos. De repente el chasquido intermitemente de unos pasos le obligó a
girar bruscamente el cuello, pero a su espalda no había nada físico. Los
chasquidos continuaban con mayor intensidad conforme se acercaban a su figura,
mientras él desesperado blandía en todas las direcciones un trozo de madera a
modo de arma defensiva. Varias ratas pasaron velozmente frente a sus pies como
si estuvieran dispustando una carrera de atletismo. Permaneció estático sin
saber como actuar. El viento ululaba con mayor intensidad, mientras los maderos
de puertas y ventanas comenzaron a crujir amenzando con deplomarse. Una lluvia
de zumbidos provocados por miles de insectos invisibles cortó el aire, y unas
voces humanas deformadas se mezclaban con otros ruidos extraños en una
algarabía de sonidos terrofícos que inundó la atmosfera.
Lucas Rondón, intentó evadirse de
los espantosos ruidos. Respiró profundamente, abrió la maleta, y con rapidez
pero con delicadeza desdobló los trapos sucios y raidos que cubrían los cinco
trozos de cristal. De repente el ambiente enmudeció. Un silencio, casi más
aterrador que los siniestros ruidos, bañó la estancia. El viento calló tan
súbitamente como había empezado, mientras los cristales, que parecían flotar a
varios centimetros del suelo comenzaron a brillar reflejando una gama de
colores cromáticos de inigualable belleza. Lentamente Lucas, fue ensartando los
vidrios unos con otros como si de un rompecabezas se tratase hasta formar un
cuadrado perfecto. Cuando todas las piezas se unieron, el espejo cobró
luminosidadd, y lo que antes eran reflejos y brillos, como por arte de magía se
convirtieron en una luz cegadora de un azul enérgico.
Paulatinamente la potente
luminiscencia fue menguando. En ese momento, Lucas asió una daga, la misma con
la que los cinco muchachos hicieron un juramento de sangre, extendió el brazo a
una altura de unos cincuenta centimetros del espejo, y de un tajo rápido se
cortó las venas dejando caer sobre los trozos de cristal unos hilos de sangre. Seguidamente se tumbó en el suelo,
aguardando pacientemente que la parca viniera a recibirle.
Anayintana dormía plácidamente a la
luz de un cielo estrellado. La oscuridad se había adueñado de cada calle, plaza
y rincón de la aldea. Solo una vivienda tenía luz. De la fachada exterior del
casón señorial, a través de la negrura del paisaje emergían por oquedades y
vigas de madera podrida, unos halos de luz azul. Sobre el suelo del salón
presidencial el cuerpo inerte de un viejo anciano parecía dormitar
profundamente. Todo quedó en calma, hasta que una tenue luz rojiza en el
horizonte abanderó un amanecer de postal. Pausadamente el cielo comenzó a
clarearse abriendose espacio entras las brumas de una noche que se resistían a
desaparecer. Un nuevo día había comenzado.
El salón de la casa señorial,
recibía halos de luz solar a través de las mismas oquedades y huecos que habían servido como escapatoria de la luz
azul emanada del espejo. El cadaver de Lucas Rondón había desparecido de la
estancia. El espejo extendido sobre el suelo aparecía compacto y sin fisuras.
Nada se reflejaba en el mismo salvo la difusa imagen del techo del salón.
Alrededor de él, los cuerpos
desnudos y frágiles de cinco niños de once años dormían acurrucados. Lentamente
Rodrigo abrió los ojos. En un principio la claridad de unos rayos solares le
cegó, pero poco a poco fue vislumbrando las inconfudibles siluetas corporales
de sus amigos. Esbozó una sonrisa y comenzó a desperezarse estirando los
brazos. Se puso en pie, y comenzó a despertar al resto del grupo.
Formando un circulo alrededor del
espejo, los cinco niños comenzaron a mirarse mostrando una sonrisa triunfal,
hasta que Diego comenzó a reir y todos le siguieron en una sinfonía de alegría,
carcajadas y gritos de euforía. Inmediatamente comenzaron a rebuscar
en la maleta de Lucas, hasta que todos ellos aparecieron completamente
ataviados con unos pantalones vaqueros y una camiseta de un grupo de música
Heavy.
—Joder Lucas, esto ya ha pasado de
moda.-Bromeó Rodrigo.
—Si no te hubieses dejado robar, me
habría dado más tiempo para buscar algo más apropiado -replicó-. Además, de que
te quejas, la última vez tu trajiste uniformes de la guerra civil.-Comentó
entre risas Lucas.
—Por cierto -continuó diciendo
Lucas- os recuerdo que tenemos que comprar también la casa donde antiguamente
estaba la forja. Es la última del pueblo que nos queda, y ayer ví que tenía un
cartel de "se vende".
Durante media hora más continuaron
poniéndose al día, hasta que finalmente Rodrigo asió una daga de empuñadura
metálica, y como ya hicieran por primera vez, hacía ya cuatrocientos años se
hicieron un corte en las yemas de los dedos índices, las juntaron en el aire y
exclamaron:
—Prometo que no
volveré jamás.
Unos hilos de
sangre descendieron hasta colisionar con la superficie vidriada del espejo
resquebrajándolo en cinco pedazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario